Un rompecabezas religioso
Con 1.200 millones de
creyentes y dos ramas, suníes y chiíes, enfrentadas, el islam carece de una
autoridad que lidere el cambio
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En 1979, un ladino
ayatolá Rujolá Jomeini aprovechó el descontento popular hacia la dictadura del
último sah de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, para alterar los equilibrios
estratégicos de la Guerra Fría y trocar la historia de Oriente Próximo. En
aquellos tiempos de telones de acero y películas de espías, el socialismo árabe
y las monarquías coloniales habían dejado paso a una sucesión de tiranías
militares —Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Siria, Irak— y viejas autocracias
musulmanas —Arabia Saudí, Marruecos, incluso Jordania— que habían asfixiado
cualquier tipo de oposición, especialmente si su naturaleza era islamista o
salafista. Asido al populismo, Jomeini resucitó un conflicto político surgido
tras la muerte de Mahoma —convertido siglos después en una disputa doctrinal— y
lo transformó en una nueva batalla por la supremacía en el islam.
Cuatro décadas
después, Irán —único país chií del planeta— y Arabia Saudí —principal reino
suní— dirimen una contienda política que en los últimos años ha devenido en una
cruenta guerra confesional de amplios y variados frentes. El islam se escindió
en dos corrientes tras el deceso del Profeta, que no designó sucesor. Aquellos
que consideraban que el liderazgo del protoestado debía corresponder a sus
compañeros más cercanos son identificados hoy como los suníes; quienes
respaldaban las pretensiones de Alí ibn Talib, yerno y primo del Enviado de
Alá, se conocen como chiíes. En el año 661, un jariyí [disidente chií] decapitó
a Alí en la mezquita de la ciudad de Kufa (Irak). Diecinueve años después, los
suníes borraron gran parte de la estirpe de Alí en la batalla de Kerbala
(Irak). Desde entonces, los chiíes se han quebrado en tres brazos y los suníes
han disfrutado —hasta 1924— del califato, divididos en cuatro escuelas de pensamiento,
huérfanos desde entonces todos ellos de una referencia única —ni política, ni
religiosa— para los más de 1.200 millones de fieles (en torno al 85% suníes)
que avanzado el siglo profesan la última de las tres religiones monoteístas.
Derrocado el sah
—gendarme de EE UU en Oriente Próximo desde el fin de la II Guerra
Mundial—, Occidente descargó el peso de su geoestrategia política sobre Arabia
Saudí, pese a que en el reino del desierto impera el wahabismo, una
interpretación literalista y casi herética del islam suní de la que se nutren
la mayoría de los movimientos radicales islámicos del mundo (como Al Qaeda) y
que comparte características con el actual Estado Islámico. Y aisló a Irán,
transformado en el enemigo y en el paria de la región. Una relación interesada
sostenida en las vastas reservas saudíes de crudo, que durante años han servido
de venda en los ojos de Occidente frente al papel de Riad en el surgimiento del
yihadismo y sus sistemáticas violaciones de derechos humanos.
En 2011, preocupado
por el repunte de la violencia en Irak y el brote de las después fallidas primaveras árabes, Barack Obama tomó una decisión tan
polémica como histórica. Arrinconó tres décadas de animadversión recíproca y
autorizó negociaciones secretas con Irán. El presidente norteamericano asumía
así un análisis que había sido desechado durante años por su predecesor: que
cualquier solución a los conflictos de Oriente Próximo —incluido el
palestino-israelí— demanda la presencia de los ayatolás en la mesa de los
comensales. Irán sostiene el Gobierno chií en Irak; influye en el régimen dictatorial de Bachar
el Asad; mantiene estrechos vínculos con el movimiento chií libanés Hezbolá y financia desde su
origen al movimiento palestino Hamás (aunque este sea suní). Además, es el
principal sostén de los grupos Huthi en Yemen en su lucha contra el Gobierno
suní de Saná, vasallo de Arabia Saudí. Un Irán que mantiene, además, rentables
relaciones políticas y comerciales con la Rusia de Putin, la Turquía del suní
Erdogan y la China poscomunista.
El diálogo secreto ha
fructificado en un preacuerdo nuclear que ha irritado por igual a Israel y Arabia Saudí, durante años extraña
pareja de aliados frente a las aspiraciones persas. La inminencia del acuerdo
ha exacerbado las diferentes guerras que Riad y Teherán libran desde hace
decadas a través de sus aliados en la región por la preeminencia en el islam.
Al tiempo que Irán y la comunidad internacional avanzaban en Lausana (Suiza),
comenzó a arreciar de nuevo el largo y enconado conflicto en Yemen;
y la oposición suní en Siria se preparaba para retomar la lucha contra el dictador
proiraní. Solo un grupo ha concitado el rechazo de los dos rivales: el
autoproclamado Estado Islámico, arraigado en el este sirio y las regiones
suníes de Irak. Pero incluso en esto existe una marcada diferencia: mientras
que Riad lo observa como una amenaza a su liderazgo en el islam suní, el
régimen de los ayatolás entiende que es una oportunidad —su derrota solo es
posible con la intervención de Irán— para reclamar la bandera que le fue
arrebatada a los chiíes 14 siglos atrás.
Javier Martín es autor de Suníes y chíies y Estado Islámico.
Geopolítica del caos (Los Libros de la Catarata).
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