Seguridad militarizada, retroceso político
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Nadie que sepa leer encontrará en la minuta de reforma constitucional enviada por la Cámara de Diputados al Senado para crear la Guardia Nacional lo que el diputado Mario Delgado, líder de la mayoría, pretende que leamos: que se trata de el paso definitivo para el regreso de los militares a los cuarteles y para la creación de un cuerpo de policía civil. Por el contrario, todo el sentido de la reforma impulsada con ahínco por el presidente de la República es el de institucionalizar el control militar del cuerpo federal encargado de la seguridad pública: fuero, disciplina, control de carrera y control operativo; el secretario de Seguridad Pública y el director civil de la corporación no serán, de aprobarse el engendro, más que meros gerentes de una Guardia Nacional formada por soldados y marinos, comandada por generales y almirantes.
¿Cómo fue que llegamos a este punto? Sin duda, fue la fallida guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón, con el despliegue territorial del ejército y la marina para enfrentar a la delincuencia organizada la que devolvió a las fuerzas armadas el papel de actores políticos deliberantes que habían perdido casi por completo desde la década de 1940. La patente incapacidad de Enrique Peña Nieto durante su presidencia para cambiar el rumbo consolidó la recuperación del poder militar y ahora todo parece indicar que López Obrador ha decidido sustentar su presidencia en un pacto político de suyo opaco con el alto mando castrense.
La relevancia que a partir de 2006 han ido adquiriendo los militares en la vida del país significa un gran retroceso en el proceso gradual y accidentado de transformación del Estado mexicano en una organización garante de un orden social abierto. El control político civil de los ejércitos es uno de los pasos esenciales para transitar de un Estado “natural”, al servicio de coaliciones estrechas de intereses, que ofrecen protección solo a ciertos grupos privilegiados, a un Estado que brinda su protección y sus servicios al conjunto de la población y que elimina las barreras de entrada a las organizaciones sociales, políticas y económicas que existen en las sociedades complejas.
Son los órdenes sociales de acceso abierto los que generan las condiciones para el crecimiento económico sostenido y para distribuciones menos desiguales de la riqueza, mientras que los Estados “naturales” son fuentes de privilegios, ventas de protección a grupos particulares y de control clientelista de las demandas sociales, con crecimientos económicos discontinuos y grandes niveles de desigualdad.
El Estado mexicano nació en el último tercio del siglo XIX como un orden social de acceso limitado, al igual que todos los del mundo a lo largo de la historia. Fue después de la revolución, como resultado de los pactos políticos de 1929, 1938 y 1946, cuando ese orden alcanzó su madurez: con enormes barreras proteccionistas que privilegiaban a grupos de interés específicos, con un férreo control sobre las organizaciones sociales y con infranqueables barreras de entrada a la organización política. Con todo, aquel Estado, el de la época clásica del PRI, fue avanzando gradualmente hacia mayores grados de apertura, gracias a que sentó algunas de las bases indispensables para el tránsito de un tipo de orden social al otro.
Con todas sus contrahechuras, el régimen del PRI puso los cimientos para la construcción de un orden social abierto. A pesar de las enormes barreras proteccionistas en lo económico, lo político y lo social que lo caracterizaban, dio pasos notables hacia la autonomía estatal respecto a los intereses particulares. El más importante de todos ellos fue el sometimiento de las fuerzas armadas al control político civil.
Un ejército que había fundado el orden estatal en una guerra civil de larga duración y que se había empeñado en ser factor determinante de la política, cuyos jefes y oficiales habían usado su poder armado para beneficiarse personalmente y para hacer negocios a través de la venta de protecciones particulares a los grupos generadores de rentas durante las dos décadas posteriores al final del conflicto armado, acabó aceptando casi por completo el control civil. Mantuvo el control sobre el nombramiento de sus mandos, pero se replegó como actor político deliberante a partir del pacto político de 1946.
Las condiciones de aquel pacto le permitieron a los jefes de las fuerzas armadas el mantenimiento de algunas parcelas de venta de protecciones particulares y les permitieron seguir haciendo negocios, además de que se les protegió por completo del escrutinio público, pero durante toda la época clásica del régimen del PRI y hasta que Calderón los sacó de sus cuarteles para desplegarlos por todo el territorio, se mantuvieron en un lugar discreto, aun cuando en ocasiones fueron usados por el poder civil para contener las protestas sociales.
Mientras que durante esa misma época en toda América Latina los militares eran los grandes componedores de la política y los principales articuladores de las coaliciones oligárquicas, que con frecuencia se hacían con el control directo de la toma de decisiones y usaban la fuerza para controlar a las movilizaciones sociales, en México los militares estuvieron al margen de la política. No hubiera sido complicado que los gobiernos civiles producto del pacto pluralista de 1996 dieran los siguientes pasos para consolidar el control civil: secretarios de Defensa civiles y reducción de su actuación en tareas de seguridad y protección civil. Pero Calderón dio al traste con esa ruta y ahora López Obrador se empeña en darles todo el poder legal para que sean las fuerzas armadas las que controlen directamente todos los ámbitos de la seguridad federal, aunque con el uniforme de la Guardia Nacional.
Lo que resulta paradójico y desconcertante es que sea el PRI, partido que nació en 1946 del pacto con el que las fuerzas armadas pasaron a un segundo plano, el que se haya prestado para formar la mayoría calificada necesaria para la reforma constitucional, al menos en la Cámara de Diputados. El partido que llevó a México por la ruta civilista ahora se convierte en el aliado para devolver a los militares un poder ingente. Es cierto que la historia nunca es lineal, y que no existe un proceso predeterminado de avance social, pero lo que está a punto de aprobarse en el Senado representa un retroceso de casi un siglo. Todavía los senadores del PRI pueden tener un gesto de congruencia con su propia historia.
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