El viernes 21 de enero muchos mexicanos se sorprendieron cuando, desde Palacio, se informó que el presidente López Obrador había sido hospitalizado para una revisión médica de rutina y programada.

El comunicado hizo especial énfasis en que se trató de una revisión de rutina y programada, a pesar de que la agenda difundida para ese viernes, días antes, no incluía ninguna visita médica.

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Luego se supo que en un hospital militar –no en el ISSSTE y menos en el IMSS, como siempre prometió–, le fue practicado un “cateterismo cardíaco”, que no es otra cosa que la introducción de un “catéter” a las venas y/o las arterias para prevenir un posible bloqueo.

Para fortuna del Estado mexicano –es decir, para ciudadanos e instituciones–, el presidente estuvo de vuelta en Palacio el sábado 22 de enero y mediante un mensaje en redes dijo que había presidente para rato y que, en previsión de alguna eventual contingencia ya había elaborado su “testamento político” el cual, también dijo, no sería necesario.

Lo cierto es que –a pesar de las evidencias que suponen un problema cardíaco–, pocos conocen a ciencia cierta el estado de salud del mandatario mexicano, sobre todo porque ya ha sido víctima de por lo menos un infarto.

Pero lo que está a la vista de todos –incluso es un secreto a voces–, es que Obrador está afectado no de una dolencia física sino de serios problemas mentales que van desde una mitomanía patológica, pasando por trastornos de personalidad y de reconocimiento de la realidad.

Claro, todo ello sin tomar en cuenta su también patológica pulsión por la venganza y su proverbial odio a las clases medias, a la ciencia y los científicos, a los críticos y a todo lo que signifique independencia.

Así, por ejemplo, contario a su discurso de austeridad y priorización de los pobres, López vive en un Palacio cual monarca bananero.

Y por eso, también como jefe de una monarquía del imaginario “Reino de Macuspana”, dijo tener preparado su “testamento político”, lo que confirma que vive fuera de la realidad y que ignora que según la Constitución, el presidente mexicano no es más que el “mandatario”, lo que significa que es el empleado de los “mandantes”, que son los ciudadanos.

También ignora que su imaginaria monarquía no es hereditaria y que la propia Constitución establece lo conducente en caso de ausencia definitiva del presidente.

Pero acaso la mayor enfermedad de López Obrador sean su mitomanía sin freno, que lo lleva a acumular casi cien mil mentiras en casi 38 meses de gobierno; toda una marca mundial.

Y es que, en efecto, el presidente mexicano miente como respira y para desventura de los mexicanos no existe “cateterismo” alguno capaz de curar la patología mentirosa de López Obrador.

Otro enfermedad mental de López es la pulsión vengativa, que de manera irrefrenable lo lleva a cometer atrocidades como mantener en calidad de presa política a Rosario Robles, a quien luego de dos años ningún juez le ha probado irregularidad alguna.

El odio es otro de los problemas emocionales del López Obrador, quien lanza sus dardos de odio contra la ciencia, los científicos, los ciudadanos con grados académicos y algunos de los adinerados del país y del mundo.

Tampoco existe hospital alguno capaz de curar los ataques de odio que de tanto en tanto paralizan al mandatario mexicano, quien lo mismo combate al CIDE que a toda universidad de élite.

Y acaso la más desequilibrante de las enfermedades de AMLO es la cotidiana fuga de la realidad, caracterizada por una frase que ya es conocida en el mundo entero: “los otros dato”.

En efecto, el presidente de los mexicanos se escapa a diario de la realidad –que lo confirma como el peor presidente de la historia–, con su cínico recurso de “los otros datos”; epitome de la desvergüenza oficial.

Lo cierto es que a nadie debe preocupar la salud física del mandatario mexicano, ya que goza de cabal salud física.

El verdadero problema es su avanzado deterioro mental.

Se los dije.