¿Para qué sirve la ONU?
El autor analiza en su artículo el papel de Naciones Unidas, ensombrecido dentro de un mundo donde no existe paz ni desarrollo y donde, por tanto, la organización no cumple a cabalidad su cometido.
Terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, las potencias ganadoras (las capitalistas, y también la entonces Unión Soviética, socialista) impulsaron una organización internacional con el propósito de fomentar la paz y el desarrollo entre todos los países. La totalidad de Estados que conforman la comunidad internacional pasó a formar parte de la Organización de Naciones Unidas, habitualmente conocida en español por su sigla ONU.
Puesto así en un papel, los objetivos perseguidos parecen encomiables, imposibles de refutar: paz y desarrollo, ¿quién podría estar en contra? Lo cierto es que, observando lo que en realidad ha significado la organización, desde una visión crítica de izquierda se deben abrir debates. Es evidente que ni la paz ni el desarrollo han llegado al mundo ni, por cómo van las cosas, esos objetivos parecieran estar cerca de cumplirse, por lo que la organización no evidencia precisamente estar cumpliendo a cabalidad su cometido. ¿Podrá cumplirlos?
Radicalmente: ¡no! La búsqueda de esos puntos de llegada no es una cuestión de buena voluntad, de pomposas declaraciones ni discursos bien presentados, “políticamente correctos”, como suele decirse. Llegar a ellos significa transformar las relaciones de poder reales que existen en el mundo. Eso, sin dudas, no se arregla con exhortaciones ni manifiestos. Las relaciones de poder guardan estrecha relación con el desarrollo económico de cada nación y, por tanto, con su posibilidad de incidencia en el tablero global, lo cual se evidencia a través del poder militar.
Como desde la época de las cavernas, gana quien tiene el garrote más poderoso, con el agravante que hoy ese “garrote” tiene un inconmensurable poder destructivo; léase: posibilidad de destruir toda forma de vida. Los bienintencionados llamados a “la paz” chocan con la sangrienta realidad de la lucha de poderes. La máxima romana de “si quieres la paz prepárate para la guerra” sigue vigente. Y el desarrollo abre angustiantes preguntas: sobra comida en el mundo, pero el hambre sigue siendo el principal flagelo. ¿Se podrá cambiar eso con buenas intenciones?
En algún momento, durante el desarrollo de la Guerra Fría, cuando el mundo estaba tajantemente dividido entre países “libres” del ámbito capitalista y “autoritarias dictaduras” comunistas, mal que bien Naciones Unidas era un espacio donde se discutían algunos de los problemas más candentes de la humanidad. Sin llegarse a consensos equilibrados, al menos la organización servía como arena, como caja de resonancia donde los grandes bloques de poder (capitalistas y socialistas) delimitaban sus áreas de presencia. Desintegrada la Unión Soviética en 1991, se estableció un mundo unipolar, dirigido por Estados Unidos, donde ya ni siquiera había que buscar consensos, porque Washington decidía todo.
Eso duró poco. Unos años después el crecimiento de China como potencia económica y el resurgir de Rusia como potencia militar equilibraron nuevamente la balanza. Si se quiere hacer un balance de los aportes a la humanidad de la ONU en sus casi 80 años de existencia, está difícil encontrarlos. Ni la paz ni el desarrollo armónico de los pueblos parecen realidades cerca de conseguirse.
En realidad, nunca ha impedido una guerra. La ONU siempre “llega tarde”, cuando los conflictos ya están en curso, o a punto de terminar. El poder de disuasión de Naciones Unidas es nulo: unos cuantos “cascos azules” no constituyen una verdadera fuerza militar. Por otro lado, su incidencia como instancia negociadora es muy cuestionable, pues siempre se inclina hacia el lado de los poderosos. Cosa curiosa: pareciera que siempre está alineada con los poderes económicos, con el mundo capitalista, nunca con el campo popular. Es sabido que la industria bélica es el principal negocio del mundo, generando cifras astronómicas de ganancia a las empresas que producen armamentos. Lo llamativo aquí es que el grueso fundamental de la producción de armas lo aportan los cinco países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China. Es decir: los encargados de velar por nuestra seguridad, las grandes potencias nucleares.
Estados Unidos es en la actualidad el principal productor y proveedor mundial de armamentos, de todo tipo, con un 50 por ciento del volumen general de ventas. ¿Cómo hace el campo popular, la gente de a pie para detener a multinacionales de poder casi ilimitado como las estadounidenses Lockheed Martin, Raytheon, Boeing, General Dynamics, las chinas Norinco o Avic, las rusas Rostec o Rosoboronexport?, ¿o a gobiernos que basan sus estrategias de desarrollo nacional en la comercialización de armas? Si las guerras son negocio, la ONU, aunque detente el Premio Nobel de la Paz en 2001, no hace -o no puede hacer- nada para impedirlas o detenerlas, más allá de bonitos discursos.
En relación al desarrollo económico-social, la falacia es más grande todavía. El mundo está manejado, en una amplia zona, por enormes capitales de origen estadounidenses y europeos, habiéndose impuesto el dólar como moneda universal (eso ahora está en entredicho, con el surgimiento de un nuevo polo económico con China a la cabeza). Si alguien se beneficia de eso, no son las grandes mayorías planetarias, que siguen pasando penurias varias (hambre, enfermedades previsibles, ignorancia, falta de perspectivas a futuro). Continúan siendo los grandes centros capitalistas los beneficiados, el llamado Primer Mundo, el Norte próspero. El desarrollo no va a llegar nunca -eso es absolutamente imposible- por planes que apelan a la buena voluntad, objetivos trazados en un despacho de burócratas bienintencionados que ignoran la verdadera dinámica de la explotación global.
Las relaciones económicas capitalistas son frías: solo interesa no descender la tasa de ganancia. Si para eso son necesarias matanzas indiscriminadas, dictaduras, golpes de Estado, mentiras y tergiversaciones continuas, el sistema lo hace, siempre con el silencio cómplice de la ONU. Ningún país empobrecido del Sur salió, ni podrá salir, de su postración, de su pobreza crónica estructural, con el auspicio de esta organización internacional. Solo lo logrará cambiando las reglas de juego, las relaciones de poder. Las acciones “políticamente correctas”, con su pretensión de neutralidad, de asepsia y equidistancia sin tomar parte en los conflictos que pueblan la dinámica humana, no resuelven nada.
Pero peor aún: la ONU, manejada en lo fundamental por intereses de los grandes capitales, no puede resolver esos mismos problemas, porque está inclinada hacia un lado: nunca el del pobrerío, aunque done comida. En vez de luchar “contra la pobreza” hay que hacerlo contra la injusticia que la provoca.
*Marcelo Colussi: politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala.
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