Yihadismo global y amenaza terrorista: de al-Qaeda al Estado Islámico

Fernando Reinares. ARI 33/2015 - 1/7/2015

Tema

Un año después de que el denominado Estado Islámico impusiera su dominio sobre amplias zonas de Siria e Irak, proclamando un califato que ha ido expandiendo, evidencia capacidades y recursos para la acción terrorista fuera de esos países comparables si no ya superiores a los acumulados por al-Qaeda la pasada década.

Resumen

El yihadismo global ha entrado en el tercer período de su evolución desde que al-Qaeda fuese establecida en 1988. La gran novedad de este tercer período no es otra que la irrupción, en junio de 2014, del denominado Estado Islámico (EI). Ambas, al-Qaeda y el EI, en tanto que matrices distintas del yihadismo global con liderazgo y estrategias diferenciadas, rivalizan en la actualidad por hegemonizarlo pero no cabe descartar una futura cooperación entre ambas organizaciones. Así, dicho fenómeno se encuentra más extendido que nunca antes, pero escindido y con formas nuevas que se suman a las ya existentes. Al tiempo, su constitutiva amenaza terrorista cuenta con nuevos focos, registra una tendencia al alza y denota especial complejidad, añadida a la marcada diversidad que la venía caracterizando anteriormente.

Análisis

En las mutaciones por las que han atravesado tanto el yihadismo global como la amenaza terrorista inherente al mismo pueden distinguirse tres períodos. Un primer período es el que se inicia en 1988 con la formación de al-Qaeda como núcleo fundacional y matriz de referencia del terrorismo global propiamente dicho para concluir, 13 años más tarde, con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EEUU y sus inmediatas repercusiones. El segundo período que se abrió entonces terminó en 2011 con el abatimiento de Osama bin Laden y el comienzo de las convulsiones políticas en algunos países del mundo árabe, a lo largo del cual al-Qaeda se descentraliza y el yihadismo global adquiere los rasgos de un fenómeno polimorfo. En el tercer período, el actual, el yihadismo global se encuentra más extendido que nunca antes pero dividido, al menos inicialmente, pese a lo mucho que sin embargo tienen en común, entre sus ahora dos matrices de referencia, es decir, al-Qaeda y, desde junio de 2014, el denominado EI.
Orígenes y consolidación de al-Qaeda
Durante algo más de un cuarto de siglo, hablar de terrorismo global era hacerlo de al-Qaeda. Fue en 1988, en las postrimerías de la contienda que la invasión soviética desencadenó en Afganistán a lo largo de ese mismo decenio y cuyo desenlace supuso el éxito de una operación encubierta de los servicios de inteligencia estadounidenses, cuando Osama bin Laden, junto a Abdullah Azzam y Ayman al-Zawahiri –saudí, palestino y egipcio, respectivamente– fundaron, por paradójico que parezca, dicha organización inspirada en las actitudes y creencias propias del salafismo yihadista. Esta ideología, una variante del salafismo de acuerdo con la cual el concepto religioso de yihad debe ser entendido exclusivamente en su acepción belicosa, justifica moral y utilitariamente la violencia terrorista con el objetivo último de instaurar un califato o suerte de imperio panislámico de orientación fundamentalista. Un califato que incorpore la totalidad de los territorios sobre los cuales ha existido dominio musulmán –al-Ándalus incluido– y se imponga sobre la totalidad del género humano.
Los dirigentes de al-Qaeda adoptaron para ello una estrategia dual, dirigida tanto contra el denominado enemigo cercano como contra el llamado enemigo lejano. Es decir, por una parte contra los regímenes de países con poblaciones mayoritariamente musulmanas, cuyos gobernantes son tildados de apóstatas por los yihadistas debido al carácter secular de las políticas que desarrollan, al margen de cuáles sean el tipo de estructura y distribución del poder o de la legitimación en que se sustente. Por otra parte, dirigida contra las sociedades que desde una misma perspectiva islamista son descritas como propias de infieles, principal aunque no exclusivamente del mundo occidental. En la lógica inherente al yihadismo global, menoscabar mediante la violencia terrorista a ciudadanos e intereses de las sociedades abiertas sirve, de modo específico, para erosionar la propia estabilidad de los gobiernos del mundo islámico que son tenidos por heréticos.
Al-Qaeda se consolidó durante la primera mitad de los años 90, gracias a la tolerancia de las autoridades de Pakistán, donde mantuvo ininterrumpidamente facilidades para movilizar recursos humanos y materiales, al igual que a la protección ofrecida por los gobernantes islamistas de Sudán, que apenas se habían hecho con el poder en ese actualmente escindido país, a los dirigentes y buena parte de los cuadros iniciales de aquella organización yihadista. Entre 1991 y mediados de 1996, al-Qaeda desarrolló una incipiente actividad terrorista en distintos países de la Península Arábiga y el Este de África, mientras establecía vínculos con entidades yihadistas por entonces emergentes en el Magreb o el Sudeste Asiático, al mismo tiempo que se introducía en naciones de Europa Occidental como el Reino Unido, Alemania, Italia y España. En 1994 fue cuando empezó a articularse en este último país una célula de al-Qaeda, cuyos integrantes residían sobre todo en Madrid y Granada, muy bien conectada con el directorio de dicha organización yihadista y con los seguidores de la misma que por entonces se desenvolvían en Londres, Hamburgo y Milán.
Aprovechándose del santuario que obtuvo en Afganistán desde que en 1996 los talibán se hicieron con el control de Kabul, así como de la facilidad con que sus miembros cruzaban fronteras a lo largo y ancho del planeta, al-Qaeda empezó a idear, planificar, preparar y ejecutar atentados espectaculares y altamente letales contra significados blancos occidentales. Los primeros que recabaron una muy especial atención por parte de los gobiernos en todo el mundo y que por añadidura obtuvieron una inusual cobertura en los medios de comunicación internacionales fueron los atentados de carácter suicida perpetrados en agosto de 1998 junto a las embajadas estadounidenses en Nairobi y Dar es Salaam, como consecuencia de los cuales perdieron la vida más de 220 personas, en su inmensa mayoría habitantes de esas dos capitales africanas que se encontraban cerca de dichas sedes diplomáticas.
Pero los atentados cuyos catastróficos resultados, entre ellos casi 3.000 muertos, vinieron a alterar en profundidad la visión de la amenaza inherente al terrorismo global relacionado con al-Qaeda, ocurrirían poco más de tres años después, concretamente el 11 de septiembre de 2001 y no fuera sino dentro del propio territorio continental de EEUU. Ese día, como es bien sabido, 19 terroristas de al-Qaeda, en su mayoría de nacionalidad saudí, lograron secuestrar y estrellar dos aeronaves comerciales contra las Torres Gemelas de Nueva York y otra más contra un ala del Pentágono en Washington. Un cuarto avión, que los terroristas no consiguieron pilotar hacia la Casa Blanca o más probablemente el Capitolio, debido a la reacción de los ciudadanos que iban a bordo del aparato, se precipitó en un descampado de Pensilvania.
Conviene no olvidar, con todo, que EEUU era y sigue siendo blanco preferente de al-Qaeda pero en modo alguno el único en el mundo occidental. No en vano, los máximos dirigentes de la organización terrorista habían auspiciado, en febrero de 1998, la constitución, junto con algunas otras entidades de su misma orientación ideológica pero de ámbito operativo más circunscrito, del llamado Frente Islámico Mundial para la Yihad contra Judíos y Cruzados. Nueve meses antes del 11-S, una efectiva actuación de los servicios de seguridad de al menos cuatro países europeos hizo posible desbaratar un atentado muy cruento que, planificado en el Reino Unido y preparado en Alemania, iba a ser ejecutado en Francia en diciembre de 2000, concretamente en un concurrido mercado navideño cercano a la catedral de Estrasburgo, por una célula terrorista directamente relacionada con el directorio de al-Qaeda.
En cualquier caso, como consecuencia de la reacción estadounidense al 11-S, al-Qaeda perdió el santuario del que venía disfrutando en Afganistán. No pocas de sus organizaciones afines quedaron también privadas de las infraestructuras que mantenían al amparo de los talibán. Otras con bases fuera de ese país surasiático se vieron asimismo afectadas, aunque en relativa menor medida, por las iniciativas antiterroristas que adoptaron numerosos gobiernos del mundo. Pero, al contrario de lo que muchos estudiosos y comentaristas dieron por descontado, al-Qaeda continuó existiendo como organización yihadista. Reubicada desde 2002 en las zonas tribales de Pakistán, cobijada por los talibán paquistaníes, mostró una sobresaliente capacidad de adaptación y resiliencia que en gran medida se explica precisamente por su jerarquizada y sólida articulación organizativa.
En primer lugar, al-Qaeda optó por descentralizarse, estableciendo algunas extensiones o ramas territoriales subordinadas, aunque en diverso grado dependiendo del modo como se produjera su formación y del tipo de liderazgo instaurado en ellas. En segundo lugar, fomentó relaciones de asociación con organizaciones de similar orientación basadas en distintas regiones del mundo islámico y la aparición de nuevas entidades afines, siempre inspiradas en la ideología común del salafismo yihadista. Finalmente, desarrolló una extraordinaria campaña de propaganda, sobre todo a través de Internet. Entre tanto, la guerra de Irak, iniciada en 2003, favoreció extraordinariamente la recuperación de al-Qaeda. De un lado, gracias a que empezaron a revertirse las desfavorables circunstancias a las cuales hacía frente en suelo afgano. De otro lado, debido a la amplia movilización de recursos humanos y materiales que la contienda iraquí canalizó en su favor, especialmente hasta 2007.
Extensión y diversificación del yihadismo
En la década posterior al 11-S el terrorismo yihadista se diversificó y extendió. Tres grandes componentes interrelacionados fueron configurando la urdimbre mundial del yihadismo. Por una parte, al-Qaeda en tanto que estructura terrorista global, incluyendo a su núcleo central en Pakistán y a las ramas territoriales que sucesivamente consiguió establecer entre 2003 y 2007, es decir al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), al-Qaeda en la Tierra de los Dos Ríos (AQTDR) –desde 2006 conocida como Estado Islámico de Irak (EII)– y al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI). Por otra parte, un heterogéneo y variable conjunto de organizaciones asociadas con al-Qaeda central o sus extensiones, entre cuyos más notables exponentes cabe mencionar a Yemaa Islamiya (YI), Therik e Taliban Pakistan (TTP), al-Shabab (AS), el Emirato del Caúcaso (EC) y más tardíamente Boko Haram (BH). Por último, un magmático elenco de individuos y células independientes, inspirados por la ideología y las directrices de al-Qaeda como matriz del yihadismo global.
La amenaza terrorista inherente a este movimiento adquirió así una naturaleza variada, a menudo incluso compuesta, en la que se mezclaban actores individuales y colectivos correspondientes a dos o más de esos tres componentes del yihadismo global. En zonas donde la actividad terrorista se inscribía en el repertorio de violencia propio de una verdadera insurgencia yihadista, como ya entonces ocurría en Afganistán, las áreas tribales de Pakistán e Irak, lo habitual era que desde el directorio de una organización dominante se ideara, planificara y encomendara la ejecución de atentados a los miembros de la misma. Pero en modo alguno era infrecuente que los talibán afganos y los paquistaníes, por ejemplo, colaborasen en esos propósitos con la matriz de al-Qaeda u otras entidades afines, de la misma manera que lo hacía AQTDR con formaciones yihadistas activas en su mismo ámbito iraquí. Al-Qaeda y la YI cooperaron, por ejemplo, en la planificación y preparación de los atentados perpetrados en la isla indonesia de Bali en octubre de 2002, cometidos por integrantes de la última.
La matanza del 11 de marzo de 2004 en Madrid, con 191 víctimas mortales, reveló con particular complejidad esta evolución de la amenaza terrorista pero en el interior de las sociedades occidentales. Alrededor de 30 individuos integraron la red del 11-M, parte de ellos movilizados de entre el remanente de la célula de al-Qaeda en España –la conocida como célula de Abu Dahdah– desmantelada en noviembre de 2001, otros desde las estructuras europeas del Grupo Islámico Combatiente Marroquí (GICM) y los demás a partir de una banda de delincuentes magrebíes tornados en yihadistas. Empezó a formarse en marzo de 2002, una vez tomada en diciembre de 2001 en Karachi la decisión de atentar en España, ratificada en febrero de 2002 en Estambul durante una reunión de organizaciones yihadistas norteafricanas y aprobada por los dirigentes de al-Qaeda hacia finales del verano o inicios del otoño de 2003. La red del 11-M estuvo conectada con la matriz de al-Qaeda en Pakistán mediante Amer Azizi, adjunto a su jefe de operaciones externas y antiguo destacado miembro de la célula de Abu Dahdah.
Ni el abatimiento de Osama bin Laden, en mayo de 2011, por unidades especiales de las Fuerzas Armadas estadounidenses, una vez que la inteligencia norteamericana diese con su escondite en Abbottabad, ni la mal llamada –por inadecuadamente interpretada, concediendo preeminencia al deseo sobre el entendimiento– Primavera Árabe, significaron el colofón de al-Qaeda o la decadencia del yihadismo global. Aun cuando este fenómeno y la propia al-Qaeda estuviesen atravesando por una crisis de legitimación entre su población de referencia, pues la gran mayoría de las víctimas que ocasionaban eran musulmanes y esta realidad había afectado severamente a su imagen entre las opiniones públicas de los países del mundo islámico. Pero al-Qaeda en tanto que estructura terrorista global se ha servido de la progresiva inestabilidad en Oriente Medio y el Norte de África para incrementar su actividad y tratar de reforzarse, especialmente en casos como los de Siria y Malí.
AQMI, desde su base en territorio de Argelia y sus refugios al sur de este país, junto al Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO) y a Ansar al-Din (AD), consiguieron instaurar temporalmente, a lo largo de 2012, un verdadero condominio yihadista en el norte de Malí. Esas tres organizaciones, pese a las diferencias que tienen entre sí y a su tamaño relativamente reducido, sometieron durante meses a la población de Tombuctú, Gao, Kidal y otras localidades en la misma zona central del Sahel, que cerca estuvo de convertirse en un foco múltiple de amenaza terrorista para África Septentrional y Europa Occidental. Hasta que una decidida intervención militar de Francia –el país con más intereses en la región–, iniciada en enero de 2013 a requerimiento de las autoridades de Bamako y ampliamente apoyada por la comunidad internacional, puso fin a la situación. Mientras tanto, otras nuevas organizaciones yihadistas se articulaban en Egipto, Libia, Túnez y Siria.
Precisamente en Siria e Irak como escenario común de insurgencia yihadista se observan dos facetas claves de la actual transformación del terrorismo global. Por una parte, dicha insurgencia ha suscitado una movilización yihadista sin precedentes entre jóvenes musulmanes dentro y fuera del mundo islámico. Por otra parte, ahora hay dos entramados yihadistas de proyección internacional con sus respectivas matrices. El nuevo se ha formado desde el EII, antes una extensión iraquí de al-Qaeda. Después de implicarse en el conflicto sirio y adoptar en 2013 el nombre de Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL), Ayman al-Zawahiri, emir de al-Qaeda, lo desposeyó de aquella condición. Antes, Abu Bakr al-Baghdadi, líder del EIIL, se había negado a confinar sus actividades dentro de Irak y a reconocer al Frente al Nusra como rama exclusiva de al-Qaeda en Siria. Esta ruptura ha desatado una pugna por la hegemonía en el yihadismo global entre dos organizaciones que comparten en lo fundamental doctrina y fines pero discrepan en tácticas y estrategia.
En el contexto de dicha competición, el EIIL anunció el 29 de junio la proclamación de un califato, la designación de Baghdadi como califa y que la organización pasaba a denominarse Estado Islámico (EI) sin más. Esta iniciativa y la evidencia de controlar amplias zonas de Siria e Irak contrastaban con los resultados mostrados por al-Qaeda. Así, el EI ha recabado apoyo de diversas entidades yihadistas, provocando fracturas en otras asociadas con al-Qaeda y galvanizando a una mayoría de los musulmanes radicalizados en el seno de las sociedades abiertas, incluida España. No sólo ha mantenido sus posiciones sino que se ha expandido hacia zonas de Libia y Nigeria, Esa competición puede o no derivar en cooperación, pero la rivalidad entre el núcleo de una urdimbre de terrorismo global existente y la matriz de otra emergente, unida a la insólita movilización yihadista estimulada por los acontecimientos en algunos países del mundo árabe, implica que la amenaza terrorista para Occidente va a persistir y al alza, si bien con variaciones significativas en sus principales actores y escenarios.
Pugna por la hegemonía del yihadismo global
Desde que en 2013 se produjo la ruptura entre al-Qaeda y una de sus dos ramas territoriales en Oriente Próximo, la organización yihadista cuyos antecedentes se remontan a 2004 y que en junio de 2014 adoptó el nombre de EI, ésta última sobrepasa con creces a la primera en la movilización de seguidores y el reclutamiento de militantes o colaboradores, dentro y fuera de aquella región del mundo. Tanto en países con poblaciones predominantemente musulmanas como entre las colectividades islámicas que existen en el seno de las sociedades occidentales. No es un fenómeno que se observe sólo en redes sociales y canales de Internet. Una gran mayoría de los varios miles de yihadistas extranjeros procedentes del norte de África o de Europa Occidental que se encuentran actualmente en el escenario común de insurgencia que forman Siria e Irak está a las órdenes de Abu Bakr al-Baghdadi, el líder del EI, en lugar de estarlo a las de Abu Muhammad al-Julani, subordinado de Ayman al-Zawahiri como dirigente del Frente al-Nusra, la filial en Siria de al-Qaeda.
Más aún, en la rivalidad que mantiene en estos momentos con al-Qaeda por la hegemonía del yihadismo internacional en su conjunto, el EI ha conseguido recabar la complacencia y el apoyo, cuando no el juramento de fidelidad hacia Baghdadi por parte de sus respectivos líderes previo a una fusión de hecho, de organizaciones yihadistas de relativa reciente aparición, como Ansar al-Sharia en Túnez, Ansar al-Sharia en Libia y Ansar Bayt al-Maqdis en Egipto, o de más larga trayectoria, casos de Abu Sayaf en Filipinas y de Boko Haram en Nigeria. Además, ha provocado significativas quiebras en extensiones territoriales de al-Qaeda tan afianzadas como al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA) o al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), de la que surgieron en Argelia los llamados Soldados del Califato (SC), e incluso escisiones en entidades asociadas con la matriz de esa estructura terrorista de la importancia de Therik e Taliban Pakistan (TTP).
Sin embargo, el EI y al-Qaeda comparten ideología y fines. A ambas es común el salafismo yihadista, aunque en el caso del EI adquiere una connotación profética y apocalíptica que es menester subrayar. Ambas coinciden en un mismo objetivo último: el de extender por la fuerza la observancia del credo islámico, en su expresión más excluyente y rigorista, sobre el conjunto de la humanidad y reinstaurar el califato sobre la totalidad de los territorios en los que rigen o han regido alguna vez, desde el siglo VII, las estipulaciones del Corán. Pero ante una misma población de referencia, el EI presenta como resultados lo que para al-Qaeda siguen siendo aspiraciones. Mientras que el EI controla amplias franjas de Siria e Irak, al-Qaeda central se encuentra recluida desde 2002 en las áreas tribales de Pakistán, AQPA tiene limitado su espacio de influencia en las zonas de Yemen y AQMI fracasó en mantener el condominio que durante 2012 instauró, junto al MUYAO y AD, en el norte de Malí. Al-Shabab, pese a sus actividades en Kenia, no atraviesa por su mejor momento en Somalia.
Mientras que al-Qaeda pretende, desde al menos mediada la década de los 90, restablecer el califato, el EI lo proclamó en la práctica hace ya un año y ha convertido a su propio líder en el nuevo califa que reclama autoridad política y religiosa sobre todos los musulmanes del planeta sin excepción. Poco importa que los dirigentes de aquella insistan en que no se dan las condiciones favorables para crear y consolidar el califato. Habiéndose anticipado en ello y disponiendo de una base territorial donde ejerce poder y que otorga credibilidad a su propaganda, al EI se le atribuyen un éxito y unas expectativas de éxito que le son negadas a al-Qaeda. A este respecto, unas palabras de Osama bin Laden permiten aprehender con particular rotundidad lo que, en definitiva, tiene o se percibe que tiene el EI que en estos momentos no tiene o no se percibe que no tiene al-Qaeda. En noviembre de 2001, apenas dos meses después de los atentados de Nueva York y Washington, dirigiéndose a unos partidarios suyos reunidos en la localidad afgana de Kandahar, afirmó: “cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, preferirá el caballo fuerte”.
Ese éxito y esas expectativas de éxito atribuidas al EI refuerzan extraordinariamente las motivaciones individuales para la implicación en actividades yihadistas basadas en criterios de racionalidad que se interiorizan mediante el proceso de radicalización. Tampoco cesa el EI de fomentar un acendrado odio hacia quienes cataloga como infieles o apóstatas. Ni en el empeño de trocar en sentimientos de humillación asociados con la condición islámica las injusticias y las frustraciones que por otras razones aquejan a grandes segmentos de las poblaciones musulmanas. En nuestro entorno europeo, la movilización yihadista relacionada con el EI afecta mucho más a naciones donde la población musulmana está básicamente compuesta por descendientes de inmigrantes procedentes de países islámicos, es decir, las llamadas segundas o incluso terceras generaciones. Ello sugiere que dicha movilización incide muy especialmente sobre jóvenes que, en un período crítico de su ciclo vital individual, atraviesan por una crisis de identidad para la que el EI está ofertando una solución, como puede leerse en un reciente número de Dabiq, su principal órgano de propaganda en inglés: “el resurgimiento del Califato proporciona a cada individuo musulmán una entidad concreta y tangible para satisfacer su natural deseo de pertenecer a algo grande”.
En suma, lo que al-Qaeda central y sus extensiones territoriales ofrecen en estos momentos a jóvenes musulmanes radicalizados o vulnerables a la radicalización, en países con poblaciones mayoritariamente musulmanas o entre musulmanes que habitan en otras sociedades, es pertenecer a una organización yihadista que, aunque degradada en su núcleo, mantiene capacidades operativas nada desdeñables en determinadas áreas del mundo islámico y, pese a las adversidades que afronta, continúa persiguiendo la restauración del califato. Pero lo que el EI ofrece a esos mismos individuos es algo más. Les ofrece nada menos que formar parte de una nueva sociedad de base yihadista, de un califato con territorio limitado pero al que sus arquitectos logran dar visos de mantenimiento y expansión, de un orden social y político en el que reiniciar sus vidas, incluso emigrando en familia, con un nuevo sentido y una nueva identidad colectiva en la que reconocerse a sí mismos y ser reconocidos por los demás.
Un año después de que el EI impusiera su dominio sobre millones de personas en Siria e Irak, proclamando aquel califato que ha ido expandiendo, evidencia capacidades y recursos para la acción terrorista fuera de ese escenario común de insurgencia yihadista que son comparables si no ya superiores a los medios que al-Qaeda fue progresivamente acumulando la pasada década. La amenaza terrorista del EI, que por el momento se añade pero cabe descartar que en un futuro no muy lejano, según sea el curso de los acontecimientos, complemente o se combine con la todavía nada desdeñable de al-Qaeda, es muy diversa. Incluye desde la planificación y preparación de atentados altamente letales e incluso coordinados, como se han producido en Túnez, Yemen o Kuwait, hasta la actuación por su propia cuenta, en el seno de las sociedades occidentales, de seguidores de Baghdadi, hayan estado o no en Siria o Irak.

Conclusiones

Ni al-Qaeda dejó de existir tras el 11 de septiembre de 2001 y la pérdida de su santuario en Afganistán, ni el yihadismo global se convirtió en un fenómeno amorfo del cual apenas cabía esperar otra amenaza que la de los terroristas yihadistas independientes. Tampoco al-Qaeda se desvaneció con la muerte de Osama bin Laden y los estallidos populares en algunos países del mundo árabe durante 2011, como tampoco dejó de existir la ya para entonces diversificada amenaza del terrorismo yihadista. Más aún, en el tercer período de la evolución del yihadismo global en que nos encontramos, este fenómeno se encuentra más extendido que nunca antes, ha alcanzado cotas mundiales de movilización inusitadas y la amenaza inherente al mismo está en auge. Ello obedece, en gran medida, a la irrupción del denominado EI como matriz del yihadismo global alternativa a la fundacional, es decir a al-Qaeda. Entre ambas estructuras globales existe en estos momentos una rivalidad que, sin embargo, podría trocarse a medio plazo, según se desarrollen los condicionantes internos y externos sobre sus respectivos liderazgos, en alguna fórmula de cooperación.
Fernando Reinares
Investigador principal de Terrorismo Internacional en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos | @F_Reinares