Significado de la guerra en el siglo XXI
Interrumpiendo nuestra serie de artículos alrededor de la guerra en Ucrania, presentamos algunas reflexiones sobre la evolución de la dimensión humana de la guerra. El fin del capitalismo industrial y de la globalización no sólo transforman nuestras sociedades y nuestros modos de pensar. También modifican el significado de todas nuestras actividades y eso incluye las guerras.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, hace 77 años, los europeos –exceptuando sólo a los ex yugoslavos– han vivido en condiciones de paz dentro de sus fronteras. La guerra era para ellos un lejano recuerdo y hoy la redescubren con horror en el contexto del conflicto en Ucrania.
Pero los africanos de la región de los Grandes Lagos, los pueblos de la ex Yugoslavia y los musulmanes –desde Afganistán hasta Libia y pasando por el Cuerno de África– los observan con desprecio y repugnancia. Y es que durante largas décadas los europeos simplemente ignoraron los sufrimientos de esos pueblos, acusándolos incluso de ser responsables de sus propias desgracias.
La guerra de Ucrania comenzó con el nazismo, señalan algunos. Otros dicen que se inició hace 8 años pero el hecho es que, en la conciencia colectiva de Occidente, sólo tiene algo más de 2 meses. Los occidentales ven una parte de los sufrimientos que se derivan del conflicto, pero aún no lo perciben en toda su dimension. Lo peor es que están cometiendo el error de interpretarlo según la experiencia de las generaciones que vivieron la dos guerras mundiales en vez de hacerlo en función de lo que ellos mismos están viviendo.
CADA GUERRA ES UNA LARGA SUCESIÓN
DE CRÍMENES
En cuanto comienza, la guerra excluye los matices. Obliga a todos posicionarse por uno de los dos bandos. Quienes no lo hacen se ven de inmediato atrapados en las fauces de la bestia.
La exclusión de los matices hace que todos se vean obligados a reescribir los hechos. Sólo hay dos bandos: los «buenos», que somos nosotros, y los «malos», los del otro bando. La propaganda de guerra es tan poderosa que, en poco tiempo, ya nadie distingue la diferencia entre la realidad de los hechos y la manera como se describen. Nos vemos todos sumidos en la oscuridad, sin nadie que sepa cómo encender la luz.
La guerra ocasiona sufrimiento y mata de forma indiscriminada, no distingue entre culpables e inocentes. Se sufre y se muere no sólo bajo los golpes del enemigo sino también bajo el fuego de nuestro propio bando. La guerra no sólo es sufrimiento y muerte sino también injusticia, que es mucho más difícil de soportar.
Ninguna de las reglas de las naciones civilizadas subsiste ante la guerra. Muchos ceden a la locura y dejan de comportarse como seres humanos. En la guerra ya no hay autoridad capaz de poner a cada cual ante las consecuencias de sus actos. Desaparece la posibilidad de contar con el prójimo. El hombre se convierte en el lobo del hombre.
Pero sucede entonces algo fascinante. Mientras algunos se convierten en crueles bestias, otros se transforman en fuentes de luz y su mirada se hace capaz de aclarar la nuestra.
Yo pasé una década en los campos de batalla, sin regresar a mi país. Si hoy estoy lejos del sufrimiento y de la muerte, todavía siento la fascinación irresistible de las miradas que aclaran. Detesto la guerra, y sin embargo tengo que decir que la extraño porque en medio de esa confusión de horrores siempre resplandece una forma sublime de humanidad.
LAS GUERRAS DEL SIGLO XXI
Por eso quisiera compartir hoy algunas reflexiones que no conciernen un solo conflicto en particular y todavía menos a este o aquel bando. Sólo quiero levantar una esquina del velo e invitarlos a ustedes a ver lo que bajo él se esconde. Es posible que algunos sientan reticencia ante lo que voy a mencionar, pero sólo podemos encontrar la paz aceptando la realidad.
Las guerras evolucionan. Y no me refiero a la evolución del armamento o de las estrategias militares sino a las razones de los conflictos, a su dimensión humana. El paso del capitalismo industrial a la globalización financiera transforma nuestras sociedades y pulveriza los principios que las organizaban, de la misma manera esa evolución modifica las guerras. El problema es que ya somos incapaces de adaptar nuestras sociedades a ese cambio estructural y, por consiguiente, somos aún más incapaces de reflexionar sobre la evolución de la guerra.
La guerra busca siempre resolver los problemas que la política no ha podido solucionar. La guerra no llega cuando se está preparado para ella sino cuando se han eliminado todas las demás soluciones.
Eso es exactamente lo que está sucediendo hoy. Los straussianos estadounidenses –discípulos del filósofo Leo Strauss– han logrado obligar a Rusia a intervenir en Ucrania al eliminar toda otra opción que no fuese entrar en guerra. Ahora, si los países de la OTAN se obstinan en seguir hostigando a Rusia, acabarán provocando una guerra mundial.
Los periodos de transición entre dos épocas, durante los cuales hay que repensar las relaciones entre los grupos humanos, favorecen la aparición de ese tipo de catástrofes. Algunos siguen razonando en función de principios que en algún momento fueron eficaces, pero que ya no están adaptados al mundo actual. Pero esa gente sigue adelante y puede provocar guerras, quizás sin querer hacerlo.
En tiempo de paz existe una clara distinción entre la población civil y las fuerzas militares. Pero las guerras modernas han echado abajo esa manera de pensar. Las democracias barrieron la organización de las sociedades en castas o en órdenes guerreras. Ahora todos pueden convertirse en combatientes. El reclutamiento masivo y las guerras totales han sembrado la confusión. Hoy en día son dirigentes civiles quienes dan órdenes a los militares. Los civiles han dejado de ser inocentes víctimas y se han convertido en los primeros responsables de la desgracia generalizada mientras que los militares han pasado a ser simples ejecutantes de esas desgracias.
En Occidente, durante la Edad Media, la guerra era cosa de los nobles y las poblaciones no participaban. La iglesia católica había establecido ciertas normas de la guerra para limitar el impacto de los conflictos sobre las poblaciones. Nada de aquello corresponde a lo que hoy estamos viendo.
La igualdad entre hombres y mujeres también ha modificado viejos paradigmas. Hoy hay mujeres soldados pero las mujeres también pueden ser comandantes civiles. El fanatismo ha dejado de ser una exclusividad del llamado «sexo fuerte». Algunas mujeres resultan incluso más peligrosas y crueles que ciertos hombres.
Pero seguimos sin tener conciencia de todos esos cambios. O, en todo caso, no sacamos de ellos ninguna conclusión. Así vemos posiciones tan inmorales como la negativa de los países occidentales a repatriar las familias de los yihadistas que ellos mismos empujaron a irse luchar en otras latitudes. Todos sabemos que las mujeres que tomaron ese camino están a menudo mucho más fanatizadas que sus maridos. Todos sabemos que representan, por consiguiente, un peligro mucho más grave… pero nadie lo dice. Así que las potencias occidentales prefieren pagar a mercenarios kurdos para que se encarguen de mantenerlas a buen recaudo –con sus hijos– en campos de prisioneros, lo más lejos posible de Occidente.
Rusia ha sido el único país que ha repatriado esos niños, a pesar de que ya están contaminados por la ideología yihadista, y los ha confiado a sus abuelos, con la esperanza de que estos logren amarlos y reincorporarlos a la sociedad.
Sin embargo, en este momento, hace 2 meses que nuestros países están recibiendo civiles ucranianos que huyen de los combates. Considerando que son “sólo” mujeres y niños que sufren, los gobiernos occidentales los reciben sin tomar ninguna precaución. Pero al menos una tercera parte de esos niños se han “formado” en los campos de vacaciones de los banderistas actuales –cuyos predecesores fueron colaboradores de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Parte de esos niños han recibido formación en el manejo de armas y se les ha inculcado la admiración por Stepan Bandera, autor de crímenes contra la humanidad perpetrados en Ucrania bajo la ocupación nazi.
Las Convenciones de Ginebra son hoy una reliquia de la época en la que razonábamos con lo que puede llamarse “humanidad”. Pero ya no corresponden a ninguna realidad. Quienes las respetan lo hacen porque se creen obligados a hacerlo, pero no porque esperen seguir siendo humanos y no verse sumidos en un océano de crímenes. La noción de «crimen de guerra» carece de sentido ya que el objetivo de la guerra es cometer una serie de crímenes para alcanzar la victoria que no se logró por vías civilizadas y porque, en una democracia, cada elector es responsable.
En otros tiempos, la iglesia católica llegó a prohibir las estrategias bélicas dirigidas contra los civiles –como los asedios– y las castigaba excomulgando a quienes recurrían a ellas. Actualmente, para empezar, no existe ninguna autoridad moral que imponga el respeto de reglas. Pero lo peor es que el mundo, las grandes potencias occidentales y la opinión pública de Occidente ven como algo normal la aplicación de «sanciones económicas» que afectan a pueblos enteros, llegando incluso a provocar hambrunas como sucedió en Corea del Norte.
Por otro lado, Occidente considera “prohibidas” ciertas armas… que sus propios ejércitos siguen utilizando. Por ejemplo, el presidente estadounidense Barack Obama había señalado el uso de armas químicas o biológicas como una «línea roja» para el gobierno de Siria. Mientras tanto, Joe Biden –entonces vicepresidente de la administración Obama– instalaba en Ucrania una vasta red de laboratorios dedicados a la investigación biológica con fines militares. El único país que se ha prohibido a sí mismo cualquier tipo de armamento de destrucción masiva es Irán, desde que el imam Khomeini clasificó las armas de destrucción masiva –incluyendo la bomba atómica– como moralmente condenables. ¡Pero es precisamente Irán quien está acusado por Occidente de querer fabricar armas nucleares!
En el pasado, se hacían guerras para apoderarse de territorios. Al final, se firmaba un tratado de paz que, de paso, modificaba lo que podría llamarse el “registro de propiedad” de los territorios en disputa. En nuestros tiempos de redes sociales, lo que está en juego es menos territorial y más ideológico. La guerra sólo se termina cuando cae el descrédito sobre una manera de pensar. Aunque hay territorios que han cambiado de dueño, ciertas guerras recientes han dado lugar a armisticios, pero ninguna llevado a la firma de tratados de paz ni al pago de compensaciones.
Hoy es evidente que, a pesar del discurso dominante en Occidente, la guerra en Ucrania no es de carácter territorial sino ideológico. Por cierto, el presidente ucraniano Volodimir Zelenski es el primer jefe de Estado en hacer diariamente varias declaraciones públicas en medio de una guerra. Zelenski pasa más tiempo hablando que dirigiendo su ejército. Sus intervenciones están concebidas alrededor de referencias históricas. Las opiniones públicas de Occidente reaccionan en función de los recuerdos que Zelenski maneja hábilmente y lo que no entienden… siguen ignorándolo. A los ingleses les habla como Winston Churchill… y ellos lo aplauden. A los franceses, les menciona el recuerdo del general Charles de Gaulle… y ellos también lo aplauden, así lo hace con todos. Y siempre concluye con un «¡Gloria a Ucrania!», referencia que sus oyentes occidentales no entienden pero que también aplauden porque les parece bonita.
Pero quienes sí conocen la historia de Ucrania saben que «¡Gloria a Ucrania!» es el grito de guerra de los banderistas, lo que gritaban durante la Segunda Guerra Mundial mientras masacraban a más de un millón y medio de sus compatriotas ucranianos y al menos un millón de judíos. ¿Qué puede justificar que un ucraniano exhorte a masacrar a otros ucranianos y que un judío llame a exterminar a otros judíos?
La ignorancia nos hace sordos y ciegos.
La guerra ya no se limita al campo de batalla. Ahora es indispensable “conquistar” a los telespectadores. Durante la guerra contra Afganistán, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el primer ministro británico, Tony Blair, se plantearon la posibilidad de destruir el canal de televisión satelital Al-Jazeera, que no tenía ningún impacto sobre las opiniones públicas occidentales pero que sí daba mucho que pensar a la teleaudiencia de todo el mundo árabe.
Después de la agresión de 2003 contra Irak, algunos investigadores franceses llegaron a creer que la guerra militar acabaría convirtiéndose en guerra cognitiva. El cuento de las «armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein se mantuvo en pie sólo unos meses, pero fue magistral la manera como Estados Unidos y Reino Unido lograron que todo el mundo se tragara aquella historia. En definitiva, la OTAN agregó a sus 5 terrenos de intervención habituales (aire, tierra, mar, espacio y sector cibernético) un sexto campo de batalla: el de la mente humana. Actualmente, la OTAN evita el enfrentamiento con Rusia en los cuatro primeros campos de batalla (aire, tierra, mar y espacio) pero ya entró en guerra en los otros dos.
A medida que los sectores de intervención se amplían, la noción de parte beligerante se vuelve más difusa. Ya no son hombres quienes luchan entre sí sino sistemas de pensamiento. Por consiguiente, la guerra se globaliza. Durante la agresión contra Siria, más de 60 Estados que nada tenían que ver con el conflicto enviaron armamento para acabar con la República Árabe Siria. Hoy, una veintena de Estados están enviando armamento a Ucrania.
En el caso de Siria, como los occidentales no entienden los acontecimientos en desarrollo sino que los interpretan en función de su conocimiento previo sobre el mundo del pasado, las opiniones públicas occidentales creyeron que las armas que Occidente enviaba eran utilizadas por una oposición democrática siria, cuando en realidad esas armas acababan en manos del terrorismo yihadista. Ahora, el público occidental está convencido de que el armamento occidental enviado a Ucrania es para el ejército ucraniano, ignorando el hecho que esa fuerza está plagada de banderistas inspirados en el “ejemplo” de los ucranianos que colaboraron con la ocupación hitleriana.
El camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones.
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