Leer Online: La Industria del Holocausto – por Norman Filkenstein
19 abr, 2013 por Tao TV
Norman Finkelstein: Reseña Biográfica
Norman Gary Finkelstein nació el 8 de diciembre de 1953 en los EE.UU. Es profesor universitario y autor de varias obras, especializado en asuntos relacionados con el judaísmo, Israel y el sionismo y el conflicto en Medio Oriente.
Graduado de la Binghamton University, recibió su Ph.D en Ciencias Políticas de la Princeton University. Ha escalado todas las posiciones académicas en el Brooklyn College, Rutgers University, Hunter College, New York University, y más recientemente , DePaul University, en donde fue Profesor asistente de 2001 a 2007. En una decisión que ha generado una amplia controversia , Finkelstein fue excluido de la Pertenencia a DePaul en junio de 2007, siendo colocado en cargos administrativos para el año académico 2007-2008 y cancelados sus tres cursos. Afirmó que se declararía en desobediencia civil si se perpetuaban los intentos por alejarlo de sus estudiantes. El 5 de septiembre de 2007 anunció su renuncia a la Universidad bajo términos no revelados.
Finkelstein escribió sobre las experiencias de sus padres durante la Segunda Guerra Mundial. Su madre, Maryla Husyt Finkelstein, hermana de un padre judío ortodoxo que creció en Varsovia, Polonia, vivió en el Ghetto de Varsovia y conoció el campo de concentración de Majdanek y los campos de trabajos forzados de Czestochowa y Skarszysko Kamiena. Su primer marido murió durante la guerra. Ella consideraba que el día de su liberación fue el día más horrible de su vida , ya que estaba sola en el mundo puesto que ninguno de sus familiares había logrado sobrevivir a las penurias del ghetto.
Su padre, Zacharias Finkelstein, sobrevivió tanto al Ghetto de Varsovia como al Campo de concentración de Auschwitz.
Finkelstein creció en la Ciudad de New York. En sus memorias, registra que, como joven, se identificaba profundamente con la molestia de su madre, testigo de las atrocidades genocidas de la Segunda Guerra Mundial, y se sentía profundamente molesto con la carnicería que estaba produciendo Estados Unidos en Vietnam. Además de la influencia de su madre, sus lecturas de Noam Chomsky lo convencieron de la necesidad austera de mantener sus puntos de vista intelectuales en persecución de la verdad.
Completó sus estudios de pre-grado en la Binghamton University en Nueva York en 1974, después de los cual estudió en la École Pratique des Hautes Études en París. Fue a obtener su Grado de Magister en Ciencia Política de la Princeton University en 1980, y más tarde hizo su PhD en Estudios Políticos, también de Princeton. Finkelstein escribió su tesis doctoral en sionismo, y desde allí atrajo la controversia, la cual comprometió una carrera académica universitaria . Antes de ganar un empleo académico, fue trabajador social a tiempo parcial con adolescentes conflictivos en Nueva York. Después, enseñó exitosamente en Rutgers University, New York University, Brooklyn College, y Hunter College y hasta recientemente en la DePaul University de Chicago.
Finkelstein es conocido por sus escritos críticos sobre el rol de Israel en el conflicto árabe-israelí y por su afirmación que el Holocausto está siendo explotado por fines políticos pro-Israelíes y para financiar a los políticos en desmedro de los reales supervivientes.
Sus libros han sido empleados como herramientas para revertir una corriente de pensamiento académica oficiall, contaminada de inexactitudes y, algunas veces, hasta fraudulenta.
El trabajo de Finkelstein ha atraído gran número de partidarios y opositores. Algunos de sus partidarios son Noam Chomsky, lingüista y analista político; Raul Hilberg, historiador del Holocausto; Avi Shlaim, partidario de la Nueva Historia israelí; y Mouin Rabbani, jurista palestino y analista. De acuerdo a Hilberg, Finkelstein muestra “coraje académico para hablar con la verdad aún cuando nadie lo apoye . . . Podría asegurar que su lugar en la historia está asegurado, y es de los que a fin al siempre triunfan. Estará entre los triunfadores a pesar del gran costo que le significará .”
(Cf. http://es.wikipedia.org/wiki/Norman_Finkelstein)
Agradecimientos
Colin Robinson, de Verso, concibió la idea de este libro. Roane Carey modeló mis reflexiones en una narrativa coherente, En cada etapa de la producción del libro me asistieron Noam Chomsky y Shifra Stern. Jeniffer Loewenstein y Eva Schweitzer criticaron varios borradores. Rudolph Baldeo ofreció apoyo personal y estímulo. Estoy en deuda con todos ellos. En estas páginas intento representar el legado de mis padres. De acuerdo con ello, este libro está dedicado a mis dos mellizos, Richard y Henry, y a mi sobrino David.
Introducción
Este libro es tanto una anatomía como una denuncia de la industria del Holocausto. En las páginas que siguen, argumentaré que “El Holocausto” es una representación ideológica del holocausto nazi.[1] Al igual que la mayoría de las representaciones similares, ésta tiene una conexión, si bien tenue, con la realidad. El Holocausto es una construcción, y no arbitraria sino más bien intrínsecamente coherente. Sus dogmas centrales sustentan importantes intereses políticos y de clase. De hecho, el Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. A través de su explotación, una de las potencias militares más formidables del mundo, poseedora de un horrendo historial en materia de derechos humanos, se ha presentado como un Estado “víctima”, y el grupo étnico más exitoso de los Estados Unidos ha adquirido un estatus de víctima en forma similar. Esta falsa victimización genera considerables dividendos – particularmente inmunidad a la crítica, por más justificada que ésta sea. Y podría agregar que quienes gozan de esta inmunidad, no han escapado de las corrupciones morales que típicamente van con ella. Desde esta perspectiva, el desempeño de Elie Wiesel como intérprete oficial del Holocausto no es una coincidencia. Es evidente que no llegó a esta posición por sus compromisos humanitarios o sus talentos literarios.[2] Wiesel desempeña este papel principal más bien porque articula impecablemente los dogmas del Holocausto y, por consiguiente, sostiene los intereses que le subyacen.
El estímulo inicial para este libro provino del decisivo estudio The Holocaust in American Life (El Holocausto en la Vida Norteamericana) de Peter Novick al que reseñé para una publicación literaria británica.[3] En estas páginas, el diálogo crítico en el que entré con Novick se ha ampliado; de allí las numerosas referencias a su estudio. El The Holocaust in American Life es más una colección de golpes provocativos que una crítica fundada y pertenece a la venerable tradición norteamericana del muckraking.[4] Sin embargo, como la mayoría de los de su estilo, Novick se concentra solamente en los abusos más notorios. Por más sarcástico y refrescante que sea, The Holocaust in American Life no constituye una crítica a fondo. Hay postulados básicos que no critica. El libro, ni banal ni hereje, está sesgado hacia el extremo controversial del espectro conocido. Como era previsible, recibió muchos, aunque dispares, comentarios en los medios norteamericanos.
La categoría analítica central de Novick es la “memoria”. Con toda la actual furia en la torre de marfil, la “memoria” es con seguridad el concepto más pauperizado que descenderá de la cumbre académica por largo tiempo. Con el obligatorio guiño hacia Maurice Halbwachs, Novick apunta a demostrar cómo los “conflictos actuales” modelan la “memoria del Holocausto”. Solía haber un tiempo en el cual los intelectuales disidentes difundían categorías políticas robustas, tales como “poder” e “intereses” por un lado, e “ideología” por el otro. Hoy, todo lo que queda es el lenguaje blando y despolitizado de “conflictos” y “memoria”. Sin embargo, dada las pruebas que Novick presenta, el Holocausto es una construcción ideológica con intereses creados. Si bien la memoria del Holocausto es deliberada, de acuerdo con Novick también es arbitraria “en la mayoría de los casos”. Según su argumento, lo deliberado proviene de “un cálculo de ventajas y desventajas” pero más bien “sin mucha consideración por . . . las consecuencias”.[5] Las pruebas sugieren la conclusión opuesta.
Mi interés original en el holocausto nazi fue personal. Tanto mi padre como mi madre fueron sobrevivientes del Ghetto de Varsovia y los campos de concentración nazis. Aparte de mis padres, todos los miembros de mi familia, en ambas ramas, fueron exterminados por los nazis. Mi primer recuerdo del holocausto nazi, por decirlo así, es el de mi madre pegada al televisor mirando el juicio de Adolf Eichmann (1961) cuando yo volvía a casa de la escuela. Si bien habían sido liberados de los campos sólo dieciséis años antes del juicio, en mi mente siempre hubo un abismo infranqueable que separaba a mis padres de eso. Había fotografías de la familia de mi madre colgando de las paredes de nuestra sala de estar. (Nadie de la familia de mi padre sobrevivió a la guerra). Nunca pude establecer el sentido de mi conexión con ellos, menos todavía concebir lo que había ocurrido. Eran las hermanas, los hermanos y los parientes de mi madre; no mis tías, tíos y abuelos. Recuerdo haber leído de niño el The Wall de John Hersey y Mila 18 de Leon Uris; ambos relatos novelados del Ghetto de Varsovia. (Todavía recuerdo a mi madre quejándose de que, enfrascada en The Wall pasó de largo por la estación de subterráneo en dónde debía haber bajado en su camino al trabajo). A pesar de que lo intenté, no pude ni por un momento dar el salto imaginativo de conectar a mis padres, en toda su condición de gente común y corriente, con ese pasado. Francamente, sigo sin poder hacerlo.
La cuestión más importante, sin embargo, es la siguiente: aparte de esta presencia fantasmal, no recuerdo que jamás el holocausto nazi haya invadido mi niñez. La principal razón de esto fue que a nadie de fuera de mi familia pareció importarle lo que había sucedido. El círculo de amigos de mi niñez leía mucho y discutía apasionadamente los hechos del día. Y, sin embargo, sinceramente no me acuerdo de ningún amigo (o padre de amigo) que haya hecho una sola pregunta sobre lo que mi madre y mi padre habían tenido que soportar. No era un silencio respetuoso. Era simple indiferencia. A la luz de ello, uno no puede menos que ser escéptico frente a los desbordes de angustia de décadas posteriores, una vez que la industria del Holocausto estuvo firmemente establecida.
A veces pienso que el “descubrimiento” del holocausto nazi por parte de los judíos norteamericanos fue peor que el haberlo olvidado. Es cierto: mis padres rezongaban en privado; el sufrimiento que habían padecido no estaba públicamente validado. Pero ¿no era eso mejor que la crasa explotación del martirio judío? Antes de que el holocausto nazi se convirtiese en El Holocausto, sólo se publicaron sobre la materia unos pocos estudios académicos como el The Destruction of the European Jews (La Destrucción de los Judíos Europeos) de Raul Hilberg y memorias como Man’s Search for Meaning (La Búsqueda del Sentido por el Hombre) de Viktor Frankl y Prisoners of Fear (Prisioneros del Miedo) de Ella Lingens-Reiner.[6] Pero esta pequeña colección de perlas es mejor que el contenido de estantes y más estantes de esos novelones que ahora atiborran las bibliotecas y librerías.
Tanto mi padre como mi madre, si bien revivieron ese pasado hasta el día en que fallecieron, hacia el final de sus vidas perdieron todo interés en El Holocausto como espectáculo público. Uno de los amigos de toda la vida de mi padre había sido, junto con él, un interno de Auschwitz; un idealista de izquierda aparentemente incorruptible quien, por una cuestión de principio, se negó a recibir indemnizaciones de los alemanes después de la guerra. Más tarde, en un momento dado, se convirtió en el director del museo del Holocausto israelí, Yad Vashem. A regañadientes y con genuina desilusión, mi padre finalmente admitió que hasta este hombre había sido corrompido por la industria del Holocausto, acomodando sus convicciones a las necesidades del poder y el beneficio.
A medida en que las versiones de El Holocausto adquirían formas cada vez más absurdas, a mi madre se le daba por citar (con ironía premeditada) a Henry Ford: “La Historia es cháchara”. En mi casa, especialmente los cuentos de los “sobrevivientes del Holocausto” – todos ex internos de campos de concentración, todos héroes de la resistencia – resultaban blanco de una sarcástica hilaridad. Hace ya mucho tiempo, John Stuart Mill descubrió que las verdades que no están sujetas a un continuo desafío “dejan de tener el efecto de la verdad y se convierten en falsedades por exageración”.
Con frecuencia mis padres se asombraban de mi indignación ante la falsificación y la explotación del genocidio nazi. La respuesta más obvia es que se lo ha utilizado para justificar las políticas criminales del Estado de Israel y el apoyo norteamericano a esas políticas. Hay, también, motivos personales. Me importa la persecución de la que fue objeto mi familia. La actual campaña de la industria del Holocausto de extorsionar dinero de Europa en nombre de “las víctimas necesitadas del Holocausto” ha reducido la dimensión moral del martirio de mis padres al de un casino en Monte Carlo. Pero aún aparte de estas consideraciones, sigo convencido de que es importante preservar – luchar por – la integridad del registro histórico. En las páginas finales de este libro sugeriré que, estudiando el holocausto nazi, podemos aprender mucho no sólo acerca de “los alemanes” o de “los gentiles” sino acerca de todos nosotros. No obstante, creo que para hacer eso, para realmente aprender del holocausto nazi, hay que reducir sus dimensiones físicas y agrandar sus dimensiones morales.
Se han invertido demasiados recursos públicos y privados en monumentalizar el genocidio nazi. La mayor parte de lo así producido es inservible; no constituye un tributo al sufrimiento judío sino al engreimiento judío. Hace ya mucho tiempo que deberíamos haber abierto nuestros corazones a los sufrimientos del resto de la humanidad. Ésta fue la principal lección que me impartió mi madre. Ni una sola vez le escuché decir: “no compares”. Mi madre siempre comparaba. Sin duda, es preciso hacer diferenciaciones históricas. Pero el hacer diferenciaciones morales, entre “nuestros” sufrimientos y los de “ellos” ya es, en si mismo, una parodia moral. Muy humanamente Platón observó: “No puedes comparar a dos personas miserables y decir que la una es más feliz que la otra”. A la vista de los sufrimientos de afroamericanos, vietnamitas y palestinos, el credo de mi madre era: todos somos víctimas de holocaustos.
19 abr, 2013 por Tao TV
Norman Finkelstein: Reseña Biográfica
Norman Gary Finkelstein nació el 8 de diciembre de 1953 en los EE.UU. Es profesor universitario y autor de varias obras, especializado en asuntos relacionados con el judaísmo, Israel y el sionismo y el conflicto en Medio Oriente.
Graduado de la Binghamton University, recibió su Ph.D en Ciencias Políticas de la Princeton University. Ha escalado todas las posiciones académicas en el Brooklyn College, Rutgers University, Hunter College, New York University, y más recientemente , DePaul University, en donde fue Profesor asistente de 2001 a 2007. En una decisión que ha generado una amplia controversia , Finkelstein fue excluido de la Pertenencia a DePaul en junio de 2007, siendo colocado en cargos administrativos para el año académico 2007-2008 y cancelados sus tres cursos. Afirmó que se declararía en desobediencia civil si se perpetuaban los intentos por alejarlo de sus estudiantes. El 5 de septiembre de 2007 anunció su renuncia a la Universidad bajo términos no revelados.
Finkelstein escribió sobre las experiencias de sus padres durante la Segunda Guerra Mundial. Su madre, Maryla Husyt Finkelstein, hermana de un padre judío ortodoxo que creció en Varsovia, Polonia, vivió en el Ghetto de Varsovia y conoció el campo de concentración de Majdanek y los campos de trabajos forzados de Czestochowa y Skarszysko Kamiena. Su primer marido murió durante la guerra. Ella consideraba que el día de su liberación fue el día más horrible de su vida , ya que estaba sola en el mundo puesto que ninguno de sus familiares había logrado sobrevivir a las penurias del ghetto.
Su padre, Zacharias Finkelstein, sobrevivió tanto al Ghetto de Varsovia como al Campo de concentración de Auschwitz.
Finkelstein creció en la Ciudad de New York. En sus memorias, registra que, como joven, se identificaba profundamente con la molestia de su madre, testigo de las atrocidades genocidas de la Segunda Guerra Mundial, y se sentía profundamente molesto con la carnicería que estaba produciendo Estados Unidos en Vietnam. Además de la influencia de su madre, sus lecturas de Noam Chomsky lo convencieron de la necesidad austera de mantener sus puntos de vista intelectuales en persecución de la verdad.
Completó sus estudios de pre-grado en la Binghamton University en Nueva York en 1974, después de los cual estudió en la École Pratique des Hautes Études en París. Fue a obtener su Grado de Magister en Ciencia Política de la Princeton University en 1980, y más tarde hizo su PhD en Estudios Políticos, también de Princeton. Finkelstein escribió su tesis doctoral en sionismo, y desde allí atrajo la controversia, la cual comprometió una carrera académica universitaria . Antes de ganar un empleo académico, fue trabajador social a tiempo parcial con adolescentes conflictivos en Nueva York. Después, enseñó exitosamente en Rutgers University, New York University, Brooklyn College, y Hunter College y hasta recientemente en la DePaul University de Chicago.
Finkelstein es conocido por sus escritos críticos sobre el rol de Israel en el conflicto árabe-israelí y por su afirmación que el Holocausto está siendo explotado por fines políticos pro-Israelíes y para financiar a los políticos en desmedro de los reales supervivientes.
Sus libros han sido empleados como herramientas para revertir una corriente de pensamiento académica oficiall, contaminada de inexactitudes y, algunas veces, hasta fraudulenta.
El trabajo de Finkelstein ha atraído gran número de partidarios y opositores. Algunos de sus partidarios son Noam Chomsky, lingüista y analista político; Raul Hilberg, historiador del Holocausto; Avi Shlaim, partidario de la Nueva Historia israelí; y Mouin Rabbani, jurista palestino y analista. De acuerdo a Hilberg, Finkelstein muestra “coraje académico para hablar con la verdad aún cuando nadie lo apoye . . . Podría asegurar que su lugar en la historia está asegurado, y es de los que a fin al siempre triunfan. Estará entre los triunfadores a pesar del gran costo que le significará .”
(Cf. http://es.wikipedia.org/wiki/Norman_Finkelstein)
Agradecimientos
Colin Robinson, de Verso, concibió la idea de este libro. Roane Carey modeló mis reflexiones en una narrativa coherente, En cada etapa de la producción del libro me asistieron Noam Chomsky y Shifra Stern. Jeniffer Loewenstein y Eva Schweitzer criticaron varios borradores. Rudolph Baldeo ofreció apoyo personal y estímulo. Estoy en deuda con todos ellos. En estas páginas intento representar el legado de mis padres. De acuerdo con ello, este libro está dedicado a mis dos mellizos, Richard y Henry, y a mi sobrino David.
Introducción
Este libro es tanto una anatomía como una denuncia de la industria del Holocausto. En las páginas que siguen, argumentaré que “El Holocausto” es una representación ideológica del holocausto nazi.[1] Al igual que la mayoría de las representaciones similares, ésta tiene una conexión, si bien tenue, con la realidad. El Holocausto es una construcción, y no arbitraria sino más bien intrínsecamente coherente. Sus dogmas centrales sustentan importantes intereses políticos y de clase. De hecho, el Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. A través de su explotación, una de las potencias militares más formidables del mundo, poseedora de un horrendo historial en materia de derechos humanos, se ha presentado como un Estado “víctima”, y el grupo étnico más exitoso de los Estados Unidos ha adquirido un estatus de víctima en forma similar. Esta falsa victimización genera considerables dividendos – particularmente inmunidad a la crítica, por más justificada que ésta sea. Y podría agregar que quienes gozan de esta inmunidad, no han escapado de las corrupciones morales que típicamente van con ella. Desde esta perspectiva, el desempeño de Elie Wiesel como intérprete oficial del Holocausto no es una coincidencia. Es evidente que no llegó a esta posición por sus compromisos humanitarios o sus talentos literarios.[2] Wiesel desempeña este papel principal más bien porque articula impecablemente los dogmas del Holocausto y, por consiguiente, sostiene los intereses que le subyacen.
El estímulo inicial para este libro provino del decisivo estudio The Holocaust in American Life (El Holocausto en la Vida Norteamericana) de Peter Novick al que reseñé para una publicación literaria británica.[3] En estas páginas, el diálogo crítico en el que entré con Novick se ha ampliado; de allí las numerosas referencias a su estudio. El The Holocaust in American Life es más una colección de golpes provocativos que una crítica fundada y pertenece a la venerable tradición norteamericana del muckraking.[4] Sin embargo, como la mayoría de los de su estilo, Novick se concentra solamente en los abusos más notorios. Por más sarcástico y refrescante que sea, The Holocaust in American Life no constituye una crítica a fondo. Hay postulados básicos que no critica. El libro, ni banal ni hereje, está sesgado hacia el extremo controversial del espectro conocido. Como era previsible, recibió muchos, aunque dispares, comentarios en los medios norteamericanos.
La categoría analítica central de Novick es la “memoria”. Con toda la actual furia en la torre de marfil, la “memoria” es con seguridad el concepto más pauperizado que descenderá de la cumbre académica por largo tiempo. Con el obligatorio guiño hacia Maurice Halbwachs, Novick apunta a demostrar cómo los “conflictos actuales” modelan la “memoria del Holocausto”. Solía haber un tiempo en el cual los intelectuales disidentes difundían categorías políticas robustas, tales como “poder” e “intereses” por un lado, e “ideología” por el otro. Hoy, todo lo que queda es el lenguaje blando y despolitizado de “conflictos” y “memoria”. Sin embargo, dada las pruebas que Novick presenta, el Holocausto es una construcción ideológica con intereses creados. Si bien la memoria del Holocausto es deliberada, de acuerdo con Novick también es arbitraria “en la mayoría de los casos”. Según su argumento, lo deliberado proviene de “un cálculo de ventajas y desventajas” pero más bien “sin mucha consideración por . . . las consecuencias”.[5] Las pruebas sugieren la conclusión opuesta.
Mi interés original en el holocausto nazi fue personal. Tanto mi padre como mi madre fueron sobrevivientes del Ghetto de Varsovia y los campos de concentración nazis. Aparte de mis padres, todos los miembros de mi familia, en ambas ramas, fueron exterminados por los nazis. Mi primer recuerdo del holocausto nazi, por decirlo así, es el de mi madre pegada al televisor mirando el juicio de Adolf Eichmann (1961) cuando yo volvía a casa de la escuela. Si bien habían sido liberados de los campos sólo dieciséis años antes del juicio, en mi mente siempre hubo un abismo infranqueable que separaba a mis padres de eso. Había fotografías de la familia de mi madre colgando de las paredes de nuestra sala de estar. (Nadie de la familia de mi padre sobrevivió a la guerra). Nunca pude establecer el sentido de mi conexión con ellos, menos todavía concebir lo que había ocurrido. Eran las hermanas, los hermanos y los parientes de mi madre; no mis tías, tíos y abuelos. Recuerdo haber leído de niño el The Wall de John Hersey y Mila 18 de Leon Uris; ambos relatos novelados del Ghetto de Varsovia. (Todavía recuerdo a mi madre quejándose de que, enfrascada en The Wall pasó de largo por la estación de subterráneo en dónde debía haber bajado en su camino al trabajo). A pesar de que lo intenté, no pude ni por un momento dar el salto imaginativo de conectar a mis padres, en toda su condición de gente común y corriente, con ese pasado. Francamente, sigo sin poder hacerlo.
La cuestión más importante, sin embargo, es la siguiente: aparte de esta presencia fantasmal, no recuerdo que jamás el holocausto nazi haya invadido mi niñez. La principal razón de esto fue que a nadie de fuera de mi familia pareció importarle lo que había sucedido. El círculo de amigos de mi niñez leía mucho y discutía apasionadamente los hechos del día. Y, sin embargo, sinceramente no me acuerdo de ningún amigo (o padre de amigo) que haya hecho una sola pregunta sobre lo que mi madre y mi padre habían tenido que soportar. No era un silencio respetuoso. Era simple indiferencia. A la luz de ello, uno no puede menos que ser escéptico frente a los desbordes de angustia de décadas posteriores, una vez que la industria del Holocausto estuvo firmemente establecida.
A veces pienso que el “descubrimiento” del holocausto nazi por parte de los judíos norteamericanos fue peor que el haberlo olvidado. Es cierto: mis padres rezongaban en privado; el sufrimiento que habían padecido no estaba públicamente validado. Pero ¿no era eso mejor que la crasa explotación del martirio judío? Antes de que el holocausto nazi se convirtiese en El Holocausto, sólo se publicaron sobre la materia unos pocos estudios académicos como el The Destruction of the European Jews (La Destrucción de los Judíos Europeos) de Raul Hilberg y memorias como Man’s Search for Meaning (La Búsqueda del Sentido por el Hombre) de Viktor Frankl y Prisoners of Fear (Prisioneros del Miedo) de Ella Lingens-Reiner.[6] Pero esta pequeña colección de perlas es mejor que el contenido de estantes y más estantes de esos novelones que ahora atiborran las bibliotecas y librerías.
Tanto mi padre como mi madre, si bien revivieron ese pasado hasta el día en que fallecieron, hacia el final de sus vidas perdieron todo interés en El Holocausto como espectáculo público. Uno de los amigos de toda la vida de mi padre había sido, junto con él, un interno de Auschwitz; un idealista de izquierda aparentemente incorruptible quien, por una cuestión de principio, se negó a recibir indemnizaciones de los alemanes después de la guerra. Más tarde, en un momento dado, se convirtió en el director del museo del Holocausto israelí, Yad Vashem. A regañadientes y con genuina desilusión, mi padre finalmente admitió que hasta este hombre había sido corrompido por la industria del Holocausto, acomodando sus convicciones a las necesidades del poder y el beneficio.
A medida en que las versiones de El Holocausto adquirían formas cada vez más absurdas, a mi madre se le daba por citar (con ironía premeditada) a Henry Ford: “La Historia es cháchara”. En mi casa, especialmente los cuentos de los “sobrevivientes del Holocausto” – todos ex internos de campos de concentración, todos héroes de la resistencia – resultaban blanco de una sarcástica hilaridad. Hace ya mucho tiempo, John Stuart Mill descubrió que las verdades que no están sujetas a un continuo desafío “dejan de tener el efecto de la verdad y se convierten en falsedades por exageración”.
Con frecuencia mis padres se asombraban de mi indignación ante la falsificación y la explotación del genocidio nazi. La respuesta más obvia es que se lo ha utilizado para justificar las políticas criminales del Estado de Israel y el apoyo norteamericano a esas políticas. Hay, también, motivos personales. Me importa la persecución de la que fue objeto mi familia. La actual campaña de la industria del Holocausto de extorsionar dinero de Europa en nombre de “las víctimas necesitadas del Holocausto” ha reducido la dimensión moral del martirio de mis padres al de un casino en Monte Carlo. Pero aún aparte de estas consideraciones, sigo convencido de que es importante preservar – luchar por – la integridad del registro histórico. En las páginas finales de este libro sugeriré que, estudiando el holocausto nazi, podemos aprender mucho no sólo acerca de “los alemanes” o de “los gentiles” sino acerca de todos nosotros. No obstante, creo que para hacer eso, para realmente aprender del holocausto nazi, hay que reducir sus dimensiones físicas y agrandar sus dimensiones morales.
Se han invertido demasiados recursos públicos y privados en monumentalizar el genocidio nazi. La mayor parte de lo así producido es inservible; no constituye un tributo al sufrimiento judío sino al engreimiento judío. Hace ya mucho tiempo que deberíamos haber abierto nuestros corazones a los sufrimientos del resto de la humanidad. Ésta fue la principal lección que me impartió mi madre. Ni una sola vez le escuché decir: “no compares”. Mi madre siempre comparaba. Sin duda, es preciso hacer diferenciaciones históricas. Pero el hacer diferenciaciones morales, entre “nuestros” sufrimientos y los de “ellos” ya es, en si mismo, una parodia moral. Muy humanamente Platón observó: “No puedes comparar a dos personas miserables y decir que la una es más feliz que la otra”. A la vista de los sufrimientos de afroamericanos, vietnamitas y palestinos, el credo de mi madre era: todos somos víctimas de holocaustos.
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