La próxima guerra de Gaza
Introducción de Tom Engelhardt
Acabamos de pasar el primer “aniversario” –si acaso se puede usar esta palabra para hablar de semejante catástrofe– de la operación Borde Protector, la tercera invasión israelí de la Franja de Gaza en los últimos tiempos. Hace un año, el pequeño territorio ha sufrido más devastación que cualquier otro lugar del planeta. En la estela de la tercera guerra desde 2008, más de 100.000 gazatíes siguen sin techo o apretujados con sus parientes. Barrios completos que han resultado destruidos en el conflicto esperan todavía su reconstrucción. Un año después, la electricidad domiciliaria casi no existe, ya que la única central que había en la Franja fue atacada por la fuerza aérea de Israel; la situación del suministro de agua y las cloacas es desastrosa. Bloqueado y devastado por las recurrentes guerras, el sector fabril de Gaza casi ha desaparecido y la economía está “al borde del colapso”, según el Banco Mundial. En resumen, mírese desde donde se mire, Gaza es un lugar en el que es imposible vivir; aun así, 1,8 millones de personas (más de la mitad de ellas menores de 18 años y el 43 por ciento menores de 15) se apiñan en su interior sin otro lugar donde ir y, en la mayor parte de los casos, nada que hacer. Así es como en este momento la Franja de Gaza tiene la tasa de paro más alta del mundo: el 44 por ciento; el desempleo juvenil llega al 60 por ciento.
La gran periodista israelí Amira Hass, autora del libro clásico Drinking the Sea at Gaza: Days and Nights in a Land Under Siege, describió la situación de esta manera: “En la práctica, Gaza se ha convertido en un enorme –déjeme que sea franca– campo de concentración… Esto no es una novedad… Esto no empezó, como piensa mucha gente, con el surgimiento de Hamas… Esta política de vallar la Franja de Gaza, de hacer de los gazatíes unos prisioneros de facto, comenzó en 1991… Por tanto, resumiendo la realidad de Gaza: es una enorme prisión… Se trata de un plan premeditado israelí diseñado para separar la Franja de Gaza de la Cisjordania”.
El nuevo libro de Max Blumenthal, The 51 Day War: Ruin and Resistance in Gaza, refleja de una manera realmente atrapante la pesadilla de la tercera guerra en los últimos seis años y medio en esta pequeña porción de tierra. En sus páginas, el lector acompaña al autor en su visita a la devastación producida por la invasión israelí (entró en Gaza durante la primera tregua prolongada de la guerra). Dudo que pueda haber un relato más vívido de lo sentido por un civil palestino que se haya visto forzado a soportar esas semanas de horror, destrucción generalizada y asesinato indiscriminado. Hoy, en esta entrega de TomDispatch, el autor rememora esa experiencia y se adelanta hacia lo que él no duda será la cuarta guerra de su tipo. Si Blumenthal está en lo cierto, lamentablemente, algún periodista estará escribiendo en los años próximos un nuevo libro sobre la guerra de Gaza.
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Otra guerra en ciernes incluso antes de que se hayan reconstruido las casas en ruinas de la Franja de Gaza
“Una cuarta operación en la Franja de Gaza es inevitable, tan inevitable como una tercera guerra en Líbano”, declaró en febrero pasado el ministro de Relaciones Exteriores de Israel, Avigdor Lieberman. Sus ominosas palabras fueron dichas solo unos días después de que un misil antitanque disparado por Hezbollah, el grupo guerrillero con base en Líbano, matara a dos soldados de un convoy armado israelí. Este ataque era una respuesta a otro realizado por la fuerza aérea de Israel que ocasionó la muerte de varios integrantes de alto rango de Hezbollah.
Lieberman hizo este vaticinio solo cuatro meses después de que su gobierno pusiera fin a la operación Margen Protector, la tercera guerra entre Israel y las facciones armadas de la Franja de Gaza, que consiguió reducir el 20 por ciento de la sitiada Gaza en un apocalíptico paisaje lunar. Antes incluso de que se lanzara el ataque israelí, Gaza era un depósito de humanidad excedente: un gueto de 360 kilómetros cuadrados donde se apiñan los refugiados palestinos que habían sido expulsados y excluidos del autoproclamado estado judío. Para esta población, cuyos integrantes son mayormente menores de 18 años, la violencia se ha convertido en un ritual de vida que se repite cada año o dos. Mientras pasa el primer aniversario de Margen Protector, el inquietante presagio de Lieberman parece cada día más cerca de ser una verdad. Ciertamente, las probabilidades son que los meses de relativa “tranquilidad” que siguieron a las declaraciones de Lieberman no serían más que un interregno entre todavía más devastadoras escaladas bélicas israelíes.
Hace tres años, Naciones Unidas publicó un informe en el que advertía de que en 2012 la Franja de Gaza sería inhabitable. Gracias a los israelíes, parece ser que esta advertencia se concretaría antes de lo esperado. Solo unas pocas de las 18.000 casas destruidas por las fuerzas armadas israelíes en Gaza han sido reconstruidas. Apenas unos pocos de los 400 comercios y talleres dañados o arrasados durante la guerra han sido reparados. Miles de empleados públicos llevan más de un año sin cobrar su mensualidad y trabajan voluntariamente. La electricidad continúa estando desesperadamente restringida, algunas veces a solo cuatro horas por día. La costa, que hace de frontera oeste de la Franja, está sistemáticamente cerrada. La población está atrapada, traumatizada y cayendo cada día más en una profunda desesperación; la tasa de suicidio se ha disparado.
Una de las pocas zonas en las que la juventud gazatí puede encontrar alguna estructura en los “Campos de liberación” creados por Hamas, la organización política islámica que controla la Franja. Allí, deben hacer adiestramiento militar, recibir adoctrinamiento ideológico y, en última instancia, unirse a la lucha armada palestina. Como pude comprobarlo mientras cubría la guerra el pasado verano, no escasean los jóvenes huérfanos resueltos a coger un arma después de haber visto a sus padres y hermanos destrozados por las bombas de fragmentación de 1.000 kilos lanzadas por los aviones israelíes o por los proyectiles de artillería y otros medios de destrucción. Por ejemplo, Waseem Shamaly, de 15 años, me dijo que la ambición de su vida era unirse a las brigadas Al-Qassam, la rama militar de Hamas. Justamente acababa de contarme en medio de las lágrimas lo que para él había sido como mirar un vídeo de YouTube: su hermano Salem ejecutado por un francotirador israelí mientras buscaba a sus familiares entre los escombros de su barrio el pasado julio.
Hay una rabia palpable entre la población civil gazatí contra el ala política de Hamas por haber aceptado un acuerdo de cese del fuego con Israel a fines de agosto de 2014 que lo único que ofrecía era un regreso a la lenta muerte del sitio y el encarcelamiento a cielo abierto. Esto es particularmente cierto en las zonas fronterizas arrasadas por los israelíes el verano pasado. Sin embargo, el apoyo a las brigadas Al-Qassam, la rama militar de Hamas, que enarbola la bandera de la lucha armada de los palestinos, sigue siendo casi unánime.
Los palestinos de la Franja de Gaza solo necesitan mirar hacia el este; a 80 kilómetros de allí están los Bantustanes dorados de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Eso es lo que conseguirían si aceptaran desarmarse. Después de años de negociaciones infructuosas, Israel ha recompensado a los palestinos que viven bajo el gobierno del presidente Mahmoud Abbas, de la ANP, con un crecimiento récord de los asentamientos judíos y nuevas anexiones de territorio, ataques nocturnos contra casas y la constante humillación y los peligros de la convivencia cotidiana con los soldados israelíes y los fanáticos colonos judíos. En lugar de oponer resistencia a la ocupación, las fuerzas de seguridad de Abbas entrenadas por policías occidentales coordinan con el ejército de ocupación israelí, ayudan a detener e incluso a torturar sus paisanos palestinos, entre ellos a los integrantes del liderazgo político rival.
Con todo lo dura que puede ser la vida en la Franja de Gaza, el modelo cisjordano no representa una alternativa demasiado atractiva. Sin embargo, es exactamente el tipo de “solución” que el gobierno israelí trata de imponer a los gazatíes. Tal como declaró el año pasado el ex ministro del Interior Yuval Steinitz, “Queremos algo más que un cese del fuego; lo que queremos es la desmilitarización de Gaza… La Franja será exactamente como [la ciudad cisjordana de] Ramallah”.
Mantener a Gaza en ruinas
Tras la cuasi apocalíptica destrucción infligida a los gazatíes por las fuerzas armadas israelíes durante la operación Borde Protector subyace una sádica estrategia cuyo objetivo es castigar a los residentes del asediado enclave costero hasta conseguir su completa sumisión. La “Doctrina Dahiya”, que lleva el nombre de un suburbio al sur de Beirut diezmado por la fuerza aérea israelí en 2006, está centrada en el castigo de la población civil de la Franja de Gaza y el sur de Líbano por su apoyo a organizaciones armadas de resistencia como Hamas y Hezbollah. En Fuerza desproporcionada, un documento publicado en 2008 por el Instituto para el Estudio de la Seguridad Nacional, un grupo de estudio estrechamente vinculado con el poder militar israelí, el coronel Gabi Siboni expresa claramente su lógica punitiva orientada hacia los civiles: “Junto con la ruptura de hostilidades, [el ejército israelí] deberá actuar inmediata y decisivamente, y con una fuerza desproporcionada en relación con las acciones del enemigo y las amenazas que este pueda plantear. Esa respuesta tiene por objetivo provocar daño e imponer castigo en una medida tal que sean necesarios largos y costosos procesos de reconstrucción”.
En el periodo que siguió a la enorme destrucción de la infraestructura civil de Gaza durante Borde Protector, el gobierno israelí hizo todo lo posible para poner obstáculos a cualquier trabajo de reconstrucción y prolongar el sufrimiento de la población civil gazatí. Cuando algunos diplomáticos, entre ellos el secretario de estado estadounidense John Kerry, se reunieron en El Cairo el pasado octubre para discutir sobre la reparación y reconstrucción de al menos una parte de lo destruido y dañado durante Borde Protector (según una estimación, el coste total de los daños rondaría los 7.000 millones de dólares), el entonces ministro de Transporte de Israel, Ysrael Katz, aseguró que en última instancia todo lo que hicieran sería en vano. “Los gazatíes deben decidir qué quieren: si vivir en Singapur o en Darfur”, dijo Katz, evocando ominosamente la amenaza del genocidio sudanés. “Si se dispara un cohete, todo se va a ir por el sumidero.” La naturaleza de esta advertencia no pasó desapercibida a los diplomáticos reunidos en El Cairo, donde uno de ellos se quejó de la “considerable fatiga del donante”.
“Nadie puede esperar que recurramos por tercera vez a nuestros contribuyentes para pedir fondos para la reconstrucción y después sencillamente volver allí donde estábamos antes de que todo empezara”, le dijo un diplomático a un periodista. Otro reconoció: “No hay mucho compromiso político ni esperanza”.
Al final, solo una parte muy menor de los 5.000 millones de dólares solicitados en la conferencia llegó a la gente de la devastada Gaza. En lugar de ello, la mayor parte de ese dinero fue a parar a las arcas de la Autoridad Nacional Palestina en Cisjordania, que gasta alrededor del 30 por ciento de su presupuesto en “seguridad” y mantenimiento del orden de sus paisanos palestinos, en beneficio de los ocupantes.
Al principio de este año, cuando el fondo para la reconstrucción se agotó completamente, el coordinador especial de Naciones Unidas para Oriente Medio, Robert Serry intentó forzar a los palestinos de Gaza para que aceptaran un plan de reconstrucción tramado entre las fuerzas armadas de Israel, la junta militar de Egipto mandada por Abdel Fattah el-Sisi y la ANP. Descrito por el corresponsal militar israelí como un modelo de “aproximación a la gestión del conflicto”, el objetivo del plan es la internacionalización del asedio de la Franja de Gaza y la perpetuación del encarcelamiento de los palestinos que viven allí. Es innecesario decir que la propuesta está destinada al fracaso entre aquellos cuya vida sería controlada por el plan.
A pesar de que Hamas mantuvo rigurosamente el alto al fuego firmado en el pasado agosto cuando cesaron las hostilidades, Israel ha atacado reiteradamente a los pescadores gazatíes como también a los agricultores que trabajan junto a la alambrada fronteriza con Israel. A medida que se extiende la desesperación, los extremistas salafistas –que antes formaban unos grupos minúsculos– son cada vez más numerosos y juran lealtad al Estado Islámico, la brutal facción teocrática que ha creado un “califato” en partes de Siria e Iraq y cuyos seguidores en Gaza han declarado la guerra a Hamas.
Los grupos aliados al EI que operan en la Franja de Gaza han adoptado una sencilla fórmula para debilitar a Hamas; consiste en lanzar un cohete rudimentario o disparar un proyectil de mortero en una zona normalmente despoblada del sur de Israel. Que estos disparos produzcan escaso o ningún daño importa poco; los milicianos del EI saben que Israel responderá con un ataque aéreo contra alguna posición de Hamas. Mediante estas provocaciones, el Estado Islámico con base en Gaza ha creado una alianza de conveniencia con el poder militar israelí en la cual unos dependen de los otros para apretarle las tuercas a Hamas. A pesar de que en estos momentos el EI no tiene posibilidades de desbancar a Hamas, su presencia –y la aparente buena disposición de Israel para hacerle el juego al EI– ha introducido un nuevo e imprevisible elemento en el ya inestable paisaje posbélico.
La marca se prueba en el terreno
El verano pasado, Hamas y los grupos aliados, como la Yihad Islámica Palestina, entraron en la guerra con un conjunto de condiciones todas ellas de carácter humanitario. Esas condiciones incluían el derecho a construir un puerto marítimo en Gaza, la reconstrucción del aeropuerto destruido por Israel, la libertad de importar y exportar mercaderías, como también la posibilidad de que los residentes apátridas de la Franja obtuvieran permiso para viajar. A cambio de esto, Hamas ofrecía a Israel una tregua de 10 años. En lugar de aceptar cualquiera de estas condiciones, lo que habría promovido una espectacular reducción de las tensiones, Israel y sus aliados en El Cairo y Washington optaron por una brutal guerra que duró 51 días, sabiendo que los civiles gazatíes pagarían un precio elevadísimo y que un sector de elite de la sociedad israelí recogería esplendidas recompensas.
A diferencia de quienes gobiernan en Gaza, la clase alta de Israel prospera con la guerra. Los ataques contra la Franja que se llevan a cabo desde 2005 han fortalecido a una de las principales industrias del país y sido de gran ayuda para las 150.000 familias israelíes que ganan su sustento en ella. En gran parte gracias a las guerras en Gaza y a la ocupación de Palestina, la industria de los armamentos israelí ha triplicado su beneficio en más de 7.000 millones de dólares anuales en relación con la década anterior, y convertido a un país del tamaño de New Jersey en el cuarto exportador de armas del mundo.
“Un vendedor de IAI [Israel Aerospace Industries] me dijo que los asesinatos y las operaciones en Gaza trajeron un aumento de decenas de puntos porcentuales en las ventas de la empresa”, dijo Yotam Feldman, el periodista israelí cuya película documental –The Lab– aporta una perturbadora mirada sobre la industria armamentística de este país y la forma en que ella ha transformado a la sociedad israelí. Según Feldman, “la guerra en Gaza se ha convertido en algo característico del sistema político de Israel, posiblemente una parte de nuestro sistema de gobierno”.
Integrantes de la elite israelí se han beneficiado directamente con las guerras en Gaza participando, en tanto generales y políticos, en la organización de los ataques y después consiguiendo empleo en los grupos de presión o en las empresas que van al extranjero para vender el material bélico de última generación y las últimas tácticas de combate probadas contra la población civil de la Franja de Gaza. Ehud Barak, por ejemplo, fue el ministro de Defensa que, en 2008-2009 y también en 2012, dirigió los desproporcionados ataques contra Gaza. Fue asimismo uno de los asociados más inmediatos de Michael Federman, un ex miembro de su unidad de comandos Sayeret Matkal y asesor político que también resultó ser propietario de una de las más grandes empresas armamentísticas de Israel, Elbit Systems. Quizá no debería sorprender entonces que después de estar al frente del ministerio de Defensa en coincidencia con tantas guerras utilizando y estimulando el empleo del armamento más novedoso de Elbit, el nombre de Barak diera un salto en la lista 2012 de Forbes de los políticos israelíes más ricos.
Es posible que un rápido vistazo a las páginas de Israel Defense News, la más importante publicación comercial en idioma inglés de la industria israelí del armamento, sea la mejor manera de conocer la forma en que se comercializan las últimas tácticas y armas. En su última edición, dedicada a la “guerra de la nueva era” realizada en Gaza, asegura a sus lectores que “2015 será un buen año para la industria israelí de la defensa”. Uri Vered, gerente general de Elbit Systems, promete que los “sistemas de tierra” –los tanques y vehículos blindados utilizados en el último conflicto– tendrán un crecimiento récord.
Entre los sistemas de armas ofrecidos en la revista hay un dron “capaz de merodear sobre el blanco y atacarlo”. Esta es una referencia a Harop, de IAI, un “dron suicida” probado por primera vez en el sur de Líbano, que se queda inmóvil sobre el blanco antes de dejarse caer sobre él con su carga explosiva de 10 kilos alojada en la nariz. Con las fuerzas armadas de todo el mundo llevándose el Harop a centenares, el sector armamentístico de Israel está ansiando el lanzamiento de una nueva generación de este vehículo que incluya su propia plataforma de lanzamiento. Para poder etiquetar su moderno dron con la mágica inscripción “probado en el terreno”, lo único que necesita IAI es otra guerra.
El punto de no retorno
Para estar seguras, hay algunas personalidades de renombre dentro del aparato de la inteligencia militar israelí que son reacias a otra guerra contra las facciones armadas de Gaza, al menos en el corto plazo. Esas personas reconocen que Hamas ha llegado a ser un factor de estabilidad en la Franja, que es capaz de mantener de buena fe un alto al fuego. Como lo hizo en los setenta y ochenta con la Organización de Liberación de Palestina controlada por Fatah, el establishment del poder militar israelí ha intentado domesticar a Hamas mediante el asesinato de los “irreductibles” como el ex comandante de Al-Qassam Ahmed Jaabari, al mismo tiempo que permite el crecimiento de personajes más conciliatorios y políticamente ambiciosos como el primer ministro de la Franja Ismail Haniyeh. Esta estrategia tiene como objetivo el cultivar en el seno de Hamas el tipo de liderazgo dócil que hoy caracteriza a la Autoridad Palestina en Cisjordania, para de este modo transformar a otra autoproclamada organización de resistencia palestina en un subcontratista de la ocupación.
Aun así, mientras Israel (confiando en mediadores internacionales) entabla conversaciones con Hamas sobre un abanico de temas, entre ellos la liberación de un ciudadano israelí capturado, no existe la impresión de que la estrategia de domesticación esté funcionando. Cualesquiera sean los acomodamientos que los guardianes de la inteligencia militar israelí tengan en su mente, es probable que el caos desencadenado por la operación Borde Protector haya empujado a la sociedad israelí hasta un punto en el que ya no hay retorno. Por cierto, la atmósfera bélica ha resultado ser una bendición del cielo para la movilización de la extrema derecha, que electriza a los integrantes religiosos-nacionalistas del gobierno y a los matones fascistas en las calles de Tel Aviv. En enero de este año, el 45 por ciento de los judíos israelíes que se quejaban de que sus militares no habían empleado suficiente fuerza en Gaza votaron por el gobierno más derechista en la historia de Israel.
Entre los líderes del cada vez más dominante movimiento religioso-nacionalista está Naftali Bennett, de 43 años, jefe del partido Casa Judía, que apoya a los colonos de los asentamientos. Bennett pasó buena parte del último verano de guerra clamando contra el primer ministro Benjamin Netanyahu por haberse negado a ordenar la reocupación de toda la Franja de Gaza y la eliminación violenta de Hamas, una acción potencialmente catastrófica a la que tanto Netanyahu como los mandamases militares israelíes se oponían con vehemencia. Mientras Bennett acusaba a los palestinos de “genocidio contra su propia gente”*, su joven diputada Ayelet Shaked declaraba que los civiles palestinos “todos ellos son combatientes enemigos, y toda la sangre derramada debe caer sobre su cabeza”. Según Shaked, “las madres de mártires” deberían ser exterminadas, “como deberían serlo [demolidas] también las casas donde crían a las serpientes. De no hacerlo, allí se criarán más pequeñas serpientes”.
En la actual coalición gobernante israelí, Bennett tiene el cargo de ministro de Educación y supervisa la escolarización de millones de niños y jóvenes israelíes. Dada su influencia directa en el sistema judicial del país, Shaked ha sido promovida a ministra de Justicia. Netanyahu, quien una vez fuera uno de los “jóvenes turcos” del derechista Likud, ahora se encuentra en el vacío central de la política de Israel, mediando entre los etno-nacionalistas de línea dura y los fascistas declarados.
En lo concerniente a Gaza, la oposición leal de Israel difiere bastante poco de los gobernantes de extrema derecha. En los días que precedieron a las elecciones nacionales del pasado enero, Tzipi Livni, una líder de la centroizquierdista Unión Sionista, declaró: “Hamas es una organización terrorista y con ella no podemos esperar la paz… lo único que cabe con Hamas es el uso de la fuerza; contra el terror debemos utilizar la fuerza militar… esto y no otra cosa en lugar de la política de [el primer ministro Benjamin] Netanyahu para llegar a un acuerdo con Hamas”. El aliado de Livni, el líder del Partido Laborista Isaac Herzog, reafirmó posición militarista de Livni cuando dijo: “No puede haber compromiso con el terror”.
Unos meses después del cese de las hostilidades, incluso cuando los corresponsales extranjeros se maravillaban con la “calma” que se observaba a lo largo de las fronteras de la Franja de Gaza, el liderazgo israelí está levantando el tono de sus sangrientas imprecaciones. En una conferencia realizada en mayo con el patrocinio de Shurat HaDin, una organización de abogados que se dedica a la defensa de Israel frente a los cargos de crímenes de guerra, el ministro de Defensa Moshe Yaalon advirtió de que era inevitable otro aplastante ataque, ya fuera en Gaza o en el sur de Líbano, o contra ambos. Después de haber amenazado con el lanzamiento de una bomba nuclear contra Irán, Yaalon prometió que “vamos a hacer daño a civiles libaneses, incluyendo a los niños de la familia. Lo hemos discutido larga y profundamente… lo hicimos entonces, lo hicimos en la Franja de Gaza; en el futuro, lo haremos cada vez que haya hostilidades”.
Yaalon continuó para jactarse ante su audiencia de que un año antes de la operación Borde Protector había entregado a sus comandantes mapas de “ciertos barrios de Gaza” que debían ser atacados. Entre ellos estaba Shijaiya, una zona al este de la ciudad de Gaza donde 120 civiles fueron asesinados en unas pocas horas y que aún hoy está completamente en ruinas. La Franja de Gaza todavía no se ha repuesto del último ataque del pasado verano; de cualquier modo, no hay por qué poner en duda que el poder militar israelí deje de cumplir las terroríficas promesas de Yaalon, tal vez incluso antes de lo cualquiera espera.
Para Israel, la guerra ya no es una opción; es una forma de vivir.
* Self-genocide, en el original en inglés. (N. del T.)
Max Blumenthal, colaborador habitual de TomDispatch, es autor del éxito editorial Republican Gomorrah y de Goliath, el libro ganador del premio al libro más notable de Lannan Foundational Cultural Freedom. Es redactor principal de Alternet. Su libro más reciente es The 51 Day War: Ruin and Resistance in Gaza (Nation Books).
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