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lunes, 7 de marzo de 2016

Una palabra sensata, una mirada compasiva

El ser humano contemporáneo vive interiorizando la globalización

11/02/2006 - Autor: Hashim Cabrera - Fuente: Webislam
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Hashim Cabrera.
El ser humano contemporáneo vive interiorizando de manera creciente el proceso sociocultural inherente a la globalización como un ente que trata de despojarle de cualquier rasgo de identidad, de cualquier referencia particular, étnica, religiosa, ideológica o meramente civilizacional, como una amenaza a su integridad. Si no construimos entre todos los pueblos y culturas de la tierra una propuesta civilizacional global, asumible por todos, si no somos capaces de alcanzar un consenso multiétnico, multicultural y multirreligioso en torno a los valores humanos que haga posible la convivencia, la globalización no será tal sino un proceso de pérdida irreversible, no sólo de la identidad como especie, sino del propio sentido existencial del ser humano.
Es en los momentos de crispación y pasionalidad exacerbadas cuando más necesitamos la sentatez, liberarnos de esos estereotipos que tantas veces se convierten en un velo que nos impide comprender. Sensatez que no es otra cosa que detenernos a contemplar, a reflexionar y sopesar unos hechos que, a todos por igual, nos amenazan con el enfrentamiento, la discordia y el desencuentro. Sensatez es, en nuestra lengua, cabalidad, ponderación y equilibrio.
A menudo nos centramos en aquello que nos distingue de una manera compulsiva, como si tratásemos de conquistar una identidad inamovible. La diferencia se convierte así en obstáculo en lugar de ser lo que realmente es, la condición de todo conocimiento y de toda experiencia social y de intercambio. Pasa de ser un rasgo que permite comprender y conocer lo único, génerico y universal de todo ser humano, a una señal de peligro y de desconcierto. El otro o lo otro llegan a ser así lo ajeno, aquello que establece una distancia, un abismo que nos aliena y confunde. Las diferencias llegan de esta forma a constituirse en rasgos de una identidad excluyente, depredadora de cualquiera otra que no sea ella misma. Se pierden los papeles, se mezclan las cosas y las ideas. Se odia y se teme, se envidia y se mata, se grita y se roba, en nombre de algo y contra algo sin que, aparentemente, la naturaleza del ser humano se resienta de ello. Pero no es así.
El miedo a perder la propia identidad se manifiesta de forma alarmante en el proceso. Todas las culturas y formas de pensar y vivir que han conseguido asomarse a la contemporaneidad se sienten hoy, de una manera u otra, amenazadas. Las sociedades postindustriales se sienten amenazadas en sus valores, las sociedades de mayoría musulmana también. Resulta evidente que las reacciones bruscas y pasionales a esa amenaza y a ese despojamiento, no sólo no consiguen frenarlo o compensarlo sino que, habitualmente, acaban siendo nada más que combustible de hogueras y de guerras.
Podemos comprender esto fácilmente. Pero, en estos momentos de crispación es, precisamente, cuando más necesitamos la sensatez, no perder el norte de nuestra razón profunda, de nuestra conciencia, de nuestra sensibilidad. En estas situaciones, aún desde la implicación integral profunda de nuestra conciencia en el proceso —conciencia que, por supuesto incluye el sustrato emocional y afectivo— tan sólo la respuesta mesurada, razonada y humilde puede aportar un contrapunto que haga posible el diálogo y la distensión.
Esa conciencia es ahora, más que posible, necesaria, y requiere de una honda sinceridad intelectual y moral. Pero es una conciencia de la que el europeo medio se siente muy ajeno, por su manera de pensar, por haber reducido la utopía a la condición de inalcanzable e irreal, por haber renunciado así a la vida espiritual y trascendente, a la finalidad. También por haber renegado de la paz, del bien y de la belleza, por haberlos vendido a cambio de sorprendentes sucedáneos, por haberse rendido a la ficción como faústicos herederos del pensamiento moderno, por haberse conformado con unas simples caricaturas, con unas huecas imágenes, con burdas y genéricas descripciones. Perdidos, los europeos parecen no saber mirar a quienes no lo son, darles cabida dentro de sí; sólo consienten en imaginarlos y definirlos desde su privilegiada atalaya. Resulta más seguro trabajar y vivir entre descripciones de la realidad que en la realidad misma.
Tampoco los musulmanes de la Ummah estamos, ni mucho menos, libres de esa inconsciencia, tal vez por el papel subsidiario que hemos representado en el desarrollo de la modernidad, por las lacras económicas, sociopolíticas y culturales que el colonialismo y el orientalismo han dejado en los países de mayoría musulmana en forma de sociedades autoritarias, regímenes corruptos y perversiones de la vida islámica tradicional. Quizás por haber llegado a interiorizar de una manera rígida las indicaciones siempre abiertas y transformantes de la Revelación. ¡Cuánta razón tiene el teólogo Juan José Tamayo cuando afirma que el fundamentalismo es una desviación o perversión del islam! ¿Tal vez porque los pueblos sojuzgados se han cansado de tantas buenas y bonitas palabras que prometían el bien y no les han traído más que hambre, miseria y conflicto?
Los seres humanos hemos dejado de mirarnos cara a cara, sin mediadores culturales, políticos o religiosos, y ahora no sabemos hacerlo. Nos damos miedo. Necesitamos de un filtro, una cultura, una historia, un relato, una interpretación. Así ha sido hasta ahora, pero parece ser que eso va a ser cada vez más difícil. Cuando las cosas amenazan con desaparecer comenzamos a apreciarlas. Ahora nos damos cuenta del valor de esas identidades, de la facilidad y comodidad que suponen la lengua, la cultura o la filosofía para transitar y comprender de alguna manera el mundo y la existencia, para sobrevivir con una cierta integridad personal, sicológica o moral. Descubrimos el inmenso valor del diálogo. Y nos damos cuenta precisamente porque empezamos a ver todas esas identidades como ropajes que se caen, como una liturgia hueca, como formas en trance de extinción, sin ningún sentido o contenido reales, descontextualizadas hasta su límite.
Ahora comenzamos a darnos cuenta, como dice Henry Corbin, de que hay otras maneras de leer los acontecimientos, otras experiencias del devenir humano, de la conciencia humana. Junto al tiempo horizontal de los eventos lineales, del tiempo causal que mide la razón y certifican la ciencia y la tecnología, hay también un tiempo que escapa a esa determinación y que no es otro que el tiempo del sentido, el ámbito en que vive la imaginación activa y creadora, ámbito de la Revelación que integra un conocimiento tanto de los medios como de los fines, tanto de este mundo abarcable mediante la lógica como aquel otro soñado o anhelado por la intuición. Un tiempo que trasciende la consideración utópica de las cualidades morales y espirituales, del bien y de la belleza, para hacerlas presentes y reales en la experiencia humana. Ese es el tiempo que ahora más necesitamos, porque necesitamos precisamente dar cabida en nosotros mismos a la dimensión trascendente si de verdad queremos progresar hacia lo mejor de lo humano, de nosotros mismos.
Tiempo del sentido es aquel en que nos miramos cara a cara, sin miedo, sin ansiedad ni angustia, dejándonos atravesar por una mirada, exponiéndonos a su visión del mundo y del nosotros. Por eso también ese tiempo lo es del reconocimiento de nosotros mismos, de asomarnos al espejo, no ya con la mirada narcisista que nos mantiene en la superficie y nos aliena en la autocomplacencia, sino con el ojo de la sinceridad y del deseo de encontrar y expresar lo real, que es la única mirada capaz de atravesar aquella ficción.
¿Tanto pavor nos da mirarnos, conocernos, reconocernos a nosotros mismos? ¿Tanto miedo nos dan la paz, la justicia, el conocimiento o la igualdad o, simplemente, los consideramos como meros conceptos o ideas inalcanzables? Porque sería relativamente fácil acabar con los problemas de la humanidad, con el hambre, con la injusticia, con la guerra, con todas esas lacras que afligen al ser humano contemporáneo, si fuésemos capaces de aguantar esa mirada, de construir a su alrededor ese diálogo cuya necesidad se torna ahora tan evidente.
Miedo, miradas de soslayo y palabras apresuradas, cuando lo que necesitamos es una mirada sostenida y abierta y un diálogo sereno. Necesitamos construir ambas cosas. Nadie lo va a hacer por nosotros. La mirada se construye siempre desde el interior, desde la decisión de conocer al otro, de comprenderlo. El diálogo también se hace desde dentro, desde un corazón abierto a las palabras del otro, a sus signos, tratando de encontrar su sentido, encontrando en ello nuestras propias palabras, las que nos hacen soberanos. Y si es el ser humano lo que está en peligro de extinción, si es sólo lo humano lo que está desapareciendo, también sólo el ser humano puede darse cuenta de ello y tratar de remediarlo.
La sinceridad y el conocimiento de nuestras más profundas intenciones son las mejores herramientas para lograrlo, porque suscitan la compasión, un sentimiento que, lejos de ser “conmiseración o pena por el otro o lo otro”, no es ni más ni menos que compartir el pathos, la pasión, el destino y las circunstancias del otro. Compasionarse es empatizar con lo diferente, vibrar con ello, descubrir la irrealidad de los velos que nos separan y compartir una identidad, una igualdad de nuestras naturalezas, vacías, ante lo real. Sentir compasión no es otra cosa que abrirnos, universalizarnos, conectarnos con toda la creación sin excepción. Sin compasión no hay diversidad ni diferencia, sino tan sólo una razón asustada que se niega a pensar.
Estamos abocados a elegir entre convivencia o exclusión, entre el encuentro y la separación. Por eso ahora, quienes amamos la vida, quienes no renunciamos a lo que de bueno hay en ella, hablamos de la necesidad de diálogo e información como herramienta fundacional, como cimiento de esa sociedad global, diversa y multicultural que se abre paso con nosotros.

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