Los árabes jamás invadieron España (2)
Capitulo 1
25/11/2014 - Autor: Ignacio Olagüe - Fuente: Los árabes jamás invadieron España, 1974
Capítulo 1
LA PRETENDIDA INVASIÓN ÁRABE
Cronología según la historia clásica de las etapas principales de la expansión árabe. El avance de los invasores hacia el Oeste. Las ofensivas contra Tunicia. La conquista de África del Norte. La invasión de la Península Ibérica.
Al empezar el siglo VII estaba asolado el Próximo Oriente por una larguísima rivalidad: Se oponían los bizantinos del emperador Heraclio a los persas del rey de los reyes, Kosroes II Parviz, apellidado Coroes, el victorioso. Ya centenaria, la guerra había sembrado el desorden en las regiones sometidas a los asaltos de estas fuerzas encontradas: Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, las cuales estaban habitadas por pueblos abigarrados por su ascendencia y por su herencia cultural. Estaban incrementadas las pérdidas materiales por un desconcierto enorme, originado por un complejo religioso cuya crisis alcanzaba entonces el paroxismo. Para envenenar aún más la situación, una pulsación climática de largo alcance producía graves trastornos económicos, y la agitación de los nómadas que huían de la estepa carcomida por el desierto se incrementaba. En una palabra, una tensión sobrecargada agobiaba estas comarcas. Inevitable era una violentísima conmoción. Así un líquido saturado cristaliza al contacto con una molécula sobrante, recientemente adquirida, lo mismo una causa minúscula produjo efectos asombrosos. Era un sencillo camellero. No se sabe exactamente cómo se llamaba: Cuotain o Zobat. Se puso un apodo que ha llegado a ser celebérrimo, el de Muhammad, que quiere decir: el alabado.
Desconcertados quedaron los historiadores ante la magnitud de los acontecimientos, sucediéndose con la rapidez del rayo. Herederos en gran mayoría de una disciplina escolar rígida por demás, adiestrados por sus maestros en el pasado de las naciones europeas cuyas luchas políticas rara vez alcanzaban una importancia universal, eran incapaces de comprender estas oleadas de fondo que habían trastornado el curso de la historia. Como el náufrago agarrado para salvarse a las tablas aún flotando, se esforzaban en apoyarse sobre fragmentos de documentos, librados por milagro de la erosión de los siglos, sin esforzarse en averiguar su verdadero valor como prueba; tanto más ya que eran generalmente inexpertos para situar los hechos descritos en la curva de la evolución humana. Pues no siempre poseían una clave para explicarlos, ni tan siquiera para lograr una comprensión aproximativa. Describieron la explosiva expansión del Islam siguiendo las crónicas árabes, escritas según el genio de cada analista mucho tiempo después de los acontecimientos que relataban y en una época en que esta religión había perdido su plasticidad primera. Obcecados, no se percataron de que sus textos se enfrentaban con las más sencillas evidencias del sentido común. Se hinchó la pequeña comunidad del Hedjaz en un Estado poderoso. Fue convertida la predicación de Mahoma en un ariete militar que iba a desbaratar las fronteras más alejadas, la molécula cristalizadora en una catapulta extraordinaria. Así están consignados los hechos en las obras más autorizadas:
En el principio del siglo VII, cuando los persas logran algunas ventajas sobre los bizantinos y ocupan Damasco y Jerusalén en 614 y Egipto en 620, empieza Mahoma su predicación, a convertir al monoteísmo a las gentes de su tribu, los coraichitas. En 622, abandona la Meca por Medina. Con sus correligionarios prepara los años siguientes la vuelta a la ciudad santa. En 630, la ataca y manu militan se apodera de la misma. Muere diez años más tarde. Adiestrados en un cuerpo de ejército cuya potencia ofensiva era extraordinaria, siguiendo sus enseñanzas, emprenden sus fieles una serie de invasiones todas ellas positivas que les convertirán en los amos de medio mundo..
En 635, dominan Siria por entero; en 637, se apoderan de Ctesifón; en 639, de Jerusalén y de la Palestina. De 639 a 641, son dueños de Mesopotamia en su totalidad y de 640 a 643, se hacen señores del Irán; en 647, es conquistada Trípoli. Dos años más tarde desembarcan en la isla de Chipre. En 664, invaden el Punjab; en 670, se hacen con el África del Norte. De 705 a 715, desciende el califa Welid 1 el valle del Indo hasta su desembocadura. De 711 a 713, asaltan y toman la Península Ibérica. En 720, se rinde Narbona. En 725, se deslizan los sarracenos hasta Autun. En fin, en 25 de octubre de 732, son aplastados en Poitiers por Carlos Martel.
En un siglo habían constituido los árabes un imperio cuya extensión superaba poco más o menos los 15.000 kilómetros de longitud y su expansión por las mesetas de Asia Central se proseguía sin cesar.
Comparada con esta gesta, la empresa del Imperio Romano o la propagación del cristianismo parecían proezas de orden secundario. Se halla el historiador ante acontecimientos únicos en la historia. Si piensa en los medios de comunicación de aquel entonces queda atónito. Sobrepasaba esta epopeya las posibilidades humanas y razón tenían los panegiristas del Islam en afirmar que había sido posible este milagro por la ayuda de la Providencia que había auxiliado a los discípulos de Mahoma. De ser así, el hecho no podía discutirse:
Habían desplazado los muslimes a sus predecesores en los favores del Todopoderoso. Ya no eran los judíos, ni los cristianos los únicos elegidos del Señor. En sus tesis acerca de la historia universal no lograba la elocuencia de Bossuet superar este hecho evidente: Tratándose de recibir las gracias de la Providencia, el milagro musulmán excedía, ¡y en qué medida!, al milagro cristiano.
No ha suscitado este aspecto maravilloso de tan rápida expansión del islam objeción alguna, ni por parte de los historiadores, ni de los mismos especialistas, que se han limitado a destacar tan asombroso carácter1.
Hasta nuestros días nadie ha puesto en duda la autenticidad de estos relatos. En todas nuestras lecturas —las que desgraciadamente no han podido agotar el tema— no hemos encontrado más que dos criterios que se oponen a lo que pudiéramos llamar la historia clásica: los estudios de Spengler que han situado el problema en su verdadero terreno y las dudas del general Brémond acerca de estas invasiones sucesivas y simultáneas. Desde un punto de vista militar hacen autoridad los argumentos de este autor porque son el fruto de un conocimiento práctico del Hedjaz y de- una experiencia guerrera del desierto; ambas enseñanzas quedan respaldadas por una dosis satisfactoria de sentido común2.
Para bosquejar una concepción mis racional de esta gigantesca transformación social y cultural —la que nos permitirá alcanzar nuestros objetivos—, tenemos que insistir en el análisis de la expansión del Islam hacia Occidente. Nuestros conocimientos acerca de la geografía y de la historia de estas regiones, nos ayudarán a desmontar el artilugio del mito. Desvanecido, nos será entonces posible reducir los acontecimientos a escala humana. No nos adentraremos en el laberinto del Próximo Oriente. La expansión de la evolución de las ideas religiosas en Asia, el análisis de los hechos económicos, sociales y políticos, nos obligarían a desarrollar encuestas incompatibles con las dimensiones de esta obra. Por ahora, con el concurso de los trabajos más recientes indagaremos los pormenores de esta cabalgata musulmana hacia el Occidente.
De acuerdo con lo que aseguran las crónicas, hacia 642, después de muchas dilaciones se apoderan los árabes de la ciudadela de Alejandría y acaban por dominar Egipto. País tradicionalmente rico, poseían sus habitantes una cultura propia, por su lengua y por su arte. Cristianos monofisitas, fueron llamados coptos para distinguirlos de los imperiales bizantinos, los cuales, constituyendo una minoría, hablaban griego. Se estima la población de esta nación en una cifra aproximada que oscila entre los 18 y los 20 millones de habitantes 3.
De ser así, se encontrarían los invasores recién llegados del desierto con una situación bastante incómoda, sumergidos por su corto número en una masa de gentes que pertenecían a un tipo racial y a una civilización distinta de la suya. Agricultores eran los egipcios, y enseña la Historia las profundas divergencias que en todos los tiempos han separado a los nómadas de los sedentarios. En cualquier caso, se nos quiere convencer de que desde una base tan poco segura han conseguido los árabes conquistar Tunicia, cuya capital, Cartago, se halla a unos tres mil kilómetros de Alejandría. Para atravesar esta enorme distancia es menester cruzar el desierto de Libia que ya pertenecía en aquellos años a las regiones más inhóspitas de la tierra. Según la historia clásica, se apoderaron los conquistadores mahometanos del norte de África con suma facilidad, como en un juego de manos. Sin embargo, los últimos trabajos de los especialistas no consideran con tan gran optimismo las etapas sucesivas de esta invasión. Concluyen estos autores que ha sido dominada Tunicia en cinco correrías que se escalonan desde 647 hasta 701; aunque ignoran todavía cómo fue realizada la última acción, la que favoreció el dominio del país.
I. En 642, el exarca Gregorio gobernaba esta región que pertenecía entonces al Imperio Bizantino. Por razones oscuras (acaso religiosas), se independiza de su emperador, Constancio II. Aprovechándose de esta situación favorable o de acuerdo con el rebelde, Abd Allah ibn Said, gobernador de Egipto, tantea la suerte hacia el Oeste. Invade Tunicia con veinte mil hombres, cifra que parece ya exagerada, y después de haberla saqueado o desempeñado una misión desconocida, se vuelve a orillas del Nilo.
II. En 665, tuvo lugar otra correría de la que no se sabe nada, sino que la situación general se mantuvo sin modificación.
III. Hacia 670, aparece Sidi Ocba que se presenta generalmente como el conquistador de África del Norte; lo que es inexacto. Era un aventurero que emprendió una algara o razia en el Magreb; lo que le fue adverso, pues murió en la contienda. Según Georges Marçais, cuyos trabajos nos sirven de orientación (1946), «habiendo vencido cerca de Tlemcen a Kosaïla, el jefe de la poderosa tribu de los Awrâba, en Tunicia, obtuvo su conversión de la fe cristiana al Islam, haciéndose a la postre su amigo y su aliado» 4. En 670, establece Ocba una base militar en Kairuán que se convertirá en la ciudad más importante de la región. Enardecido por estos éxitos, se dirigió hacia el oeste y se nos dice que alanzó las partes centrales del Magreb, acaso el Océano. Pero, como no debió de encontrarse a gusto en estos lugares hostiles, volvió a sus bases. Mientras tanto se había enemistado con Kosaila al que humilló gravemente. Le preparó éste una emboscada en Tehula, no lejos de Biskra; en ella perdió la vida el conquistador. Entonces Kosaila se hizo dueño de Kairuán, de la que fue señor desde 683 hasta 686.
IV. Un teniente de Ocba, Zohair ibn Quais, había escapado del desastre. Consiguió juntar a los suyos y se enfrentó contra el jefe bereber. Un combate tuvo lugar en Mens, hacia 686; Kosaila falleció, pero sintiéndose inseguro el árabe tomó el camino de Egipto. Cuando se acercaba a la ciudad de Barca, en Cirenaica, se enzarzó con fuerzas bizantinas que acababan de desembarcar. Sorprendido y probablemente sin recursos tras tan larga caminata por el desierto, diezmado su ejército, Quaïs murió con los suyos.
V. En fin, en 693, el califa Abd el Malik envió a Hassan ibn en No’mar contra Berbería. Llevaba consigo cuarenta mil hombres; inexactitud de las crónicas, pues sabemos por los apuros de Montgomery en los días de los camiones cisterna, que tropa tan numerosa hubiera quedado muy pronto agotada por la sed y el hambre. Luego, sin que se nos diga, ni se nos explique cómo ocurrió, consiguen los árabes después de los desastres anteriores apoderarse del país. En 698 cae Cartago en sus manos. De 700 a 701, son aplastados los beréberes en una batalla de la que se ignoran los detalles. Tunicia es definitivamente dominada.
No pueden ser más oscuros estos acontecimientos. No perderemos el tiempo en discutir su verosimilitud. Nos basta con una advertencia, pues se impone una deducción indiscutible: No podían dormirse sobre sus laureles los invasores. Tenían que conquistar a uña de caballo todo el norte de África, ya que diez años más tarde, en 711, debían de hallarse en Guadalete, en el sur de la península, en donde estaban citados con los historiadores.
No son pequeñas las distancias en el Magreb. Dos mil kilómetros separan Cartago de Tánger. En aquella época, según el geógrafo El Bekri se necesitaban cuarenta días para ir de Kairuán a Fez y mucho más si se elegía la ruta de la costa, camino requerido para alcanzar el Estrecho y las costas españolas 5. Mas se nos quiere convencer de que Muza ibn Nosair ha logrado la hazaña de apoderarse en pocos años de tan inmensa región, cuya orografía es complicadísima y que está poblada por una raza guerrera que en la historia ha demostrado su eficiencia. Según Marçais, el moderno historiador de Berbería, no era por aquellas fechas la situación muy brillante. «iniciada en 674, escribe, puede considerarse la anexión de estas comarcas como poco más o menos acabada hacia 710. Se había requerido nada menos que cincuenta y tres años para conseguir un resultado precario por demás; pues la era de las dificultades no había acabado y proseguiría hasta el principio del siglo IX; es decir, más de ciento cincuenta años de luchas abiertas o de hostilidades latentes, siglo y medio durante el cual había sufrido la invasión árabe fracasos que eran verdaderas quiebras. Volvía a ponerse en duda el porvenir del Islam en Occidente. Que sepamos, por lo menos dos veces, la segunda en mitad del siglo VIII, había sido reconquistado el país por los beréberes. Había que empezar de nuevo»6.
Dadas estas circunstancias cabe la pregunta: ¿Estaban en condiciones los árabes para invadir España en el año 711, cuando necesitarían aún más de un siglo para asegurar sus bases del norte de África? Averiguarlo no ha interesado a los historiadores. Han encontrado muy natural que hayan atravesado el Estrecho de Gibraltar y conquistado la Península Ibérica en un avemaría; es decir, 584.192 kilómetros cuadrados, la región más montañosa de Europa, en unos tres años. Era tanto más maravilloso el milagro ya que con minuciosidad suma nos indican las crónicas musulmanas el número de los invasores. Siete mil hombres bastaron a Taric para despachurrar al ejército de Roderico en la batalla de Guadalete. Con dieciocho mil hombres acudió más tarde Muza, celoso de los éxitos de su lugarteniente, sin duda para que los hispanos pudieran ver un poco la cara de estos exóticos visitantes. Pues, si las matemáticas no nos engañan, a cada uno de estos veinticinco mil árabes le tocaba un poco más de 23 kilómetros cuadrados. Como no era esto suficiente para tan encumbrados héroes, se apresuraron a atravesar los Pirineos para dominar Francia.
La victoria de Taric abrió de par en par las puertas de la Península Ibérica a los asiáticos, que la ocuparon sin mayores dificultades. Tuvo entonces lugar una mutación formidable, como en el teatro un cambio de decoración. Latina, se convierte España en árabe; cristiana, adopta el Islam; monógama, sin protesta de las mujeres, se transforma en polígama. Como si hubiera repetido el Espíritu Santo el acto de Pentecostés, despiertan un buen día los españoles hablando la lengua del Hedjaz. Llevan otros trajes, gozan de otras costumbres, manejan otras armas. No es una broma, ya que todos los autores están de acuerdo en el ínfimo número de los cristianos llamados mozárabes que vivieron bajo la dominación musulmana. Los invasores eran veinticinco mil. ¿Qué había sido de los españoles?
Abre usted el tomo primero de la Historia de los musulmanes de España, de Levi-Provençal, publicada en 1950. A pesar de la incomprensión del «milagro», se trata de una obra notable. Pues bien, describe el autor con detalles múltiples las luchas emprendidas por los árabes entre sí, desde que pisaron el suelo de nuestra península. Están presentes todas las tribus de Arabia: los kaysíes, los kalbíes, los mudaríes, los yemeníes, ¿quién más aún? Sus rivalidades y su odio ancestral son feroces. Se traicionan, se asesinan, se torturan a placer. Terrible es la lucha, grandilocuente el desorden. De arriba a abajo queda deshecho el territorio.
Por fin desembarca en el litoral andaluz un Omeya. Pertenece a la familia más renombrada de la Meca. Sus padres han gobernado el Imperio Musulmán. Es un puro semita, pero nos lo describen con los rasgos siguientes: era alto, con los ojos azules, el pelo rojizo, la tez blanca; en una palabra, tenía el tipo de un germano. Dada su estirpe real y arábiga, nadie atiende a sus pretensiones y tiene que echarse en cuerpo y alma por en medio de la guerra civil que impera desde hace cuarenta años; pues su autoridad moral queda tan malparada como su físico. Dotado con un genio militar indiscutible, logra ciertos éxitos que le permiten hacerse nombrar emir en la Mezquita de Córdoba (756). A pesar de acto tan audaz se ve obligado a guerrear toda su vida. Sólo con la muerte alcanzará el descanso (788).
En otros términos, para repartirse el botín ganado con la invasión tuvieron los árabes que pelear entre sí durante setenta años. En estos tiempos estaba la península bastante poblada, sus moradores mejor repartidos por la meseta que en épocas posteriores. A grandes rasgos se puede estimar el número de sus habitantes en una cifra oscilando entre los quince y los veinte millones 7. Sabido el corto número de los invasores, resulta extraño que no se agotaran en tan larga lucha los combatientes, habiéndose matado los árabes los unos a los otros. Ahora bien, ¿qué hacían entre tanto aquellos millones de espectadores?
En la historia tal como la cuentan los cronicones, la describen los libros de texto o la analizan los autores más recientes, los españoles han desaparecido. Solamente existen árabes. Cabe entonces preguntar: ¿Se puede escamotear de la noche a la mañana tantos millones de seres, como carta o moneda en manos hábiles?
En gran faena se hubieran empeñado los conquistadores si hubieran tenido que degollar uno por uno a los habitantes del país, como nos aseguran los cronistas latinos haber sucedido. En aquella época no existían medios rápidos para perpetrar matanzas al por mayor. Por otra parte, eran incapaces los estrechos valles asturianos para recibir un aluvión de refugiados, como también se nos dice ocurrió. En realidad, se trataba de un problema muy distinto. Era menester silenciarlo por incómodo, ya que hasta nuestros días era insoluble. Pues, si la conquista de España parece inverosímil, ¿cómo explicar, si se admite la existencia de los españoles, su conversión al Islam y su asimilación por la civilización árabe?
La gran distancia que media entre Arabia y España, como asimismo el escaso número de los invasores, siempre han producido gran desconcierto en los historiadores. Pues el problema nunca ha sido planteado en sus estrictos términos. En la antigüedad y en aquellos tiempos se emprendían los combates con fuerzas reducidas. Sin medios de transporte eficaces, no entorpecían su táctica los generales con servicios de intendencia. Vivían los ejércitos de lo que existía en el lugar de su paso. Si eran numerosos los guerreros, corrían el peligro de morirse de hambre. En estas condiciones, fue reñida la batalla de Guadalete, de no ser un hecho legendario, con escasos combatientes. No se trata por consiguiente de una acción ganada o perdida. Había que explicar cómo los compartimientos estancos que componen las regiones naturales de la península habían sido transformados en tan poco tiempo y con tan escasos hechiceros.
Dificultad mayor aún: ¿No se nos dice ahora que poseían éstos distintas nacionalidades? Según las crónicas musulmanas, en minoría estaban los árabes. Los demás eran aventureros de razas y patrias diferentes: sirios, bizantinos, coptos, y sobre todo beréberes. Insisten los textos en que componían la gran mayoría de los invasores. Por donde había que concluir con un hecho absurdo, a saber: que España había sido invadida y arabizada por gente que no hablaba el árabe, pues los del Magreb no habían tenido el tiempo de aprenderlo; y había sido islamizada por predicadores que desconocían por el mismo motivo el Corán.
Sea lo que fuere, es indiscutible tratándose de matemáticas que este ejército se hubiera fundido como azucarillo en vaso de agua, si se hubiera desperdigado por el país. En caso contrario, ¿cómo dominar el terreno? ¿Qué hubiera ocurrido si hubieran emprendido los hispanos la menor guerrilla? Se comprenderá ahora por qué era más conveniente no meter el dedo en la haga. Ignorándolos y no hablando de ellos, en un común y tácito acuerdo, han preferido los historiadores dejar a los españoles dormir durante varios siglos.
NOTAS
1 Levi-Provençal: Histoire des musulmans d’Espagne. Maisonneuve, París, 1950. T. 1, p. 2.
2 Oswald Spengler: Decadencia de Occidente, Espasa Calpe, Madrid,
General Brémond: Berb~res et arabes, París, Payot, 1950. Después de
haber apuntado las bases de nuestra interpretación de la pretendida
invasión de España por los árabes, en nuestra obra: La decadencia
española, Madrid, 1950, tomo segundo, hemos leído este libro que crítica
sencillamente el carácter militar de la expansión de los árabes, sin
tratar de explicarla.
3 Tenemos una cifra precisa: el tributo anual, por capita, de hombres
adultos era de dos ducados. Dio el primer año doce millones de ducados.
> General Brémond, Ibid., p. 98.
4 Georges Marçais: La Berberie musulmane eS L’Orient au Moyen Age. Paris. Aubier, 1946, p. 32.
5 El Bekri: Desciription de Afrique Septentrionale, traducción de
Slane. Argel, 1913. Según este autor se tardaba cuarenta días para ir de
Kairuán a Fez por el camino del interior. Se pasaba por Shiga, Maiara o
Tebesa, Baghai, Belezma, de donde se podía torcer hacia Tobna y llegar
al Tafilalet, o, ir derecho hacia Msila y la Cuala de los Beni Hainmad,
para dirigirse por Tihert y Tlemcen atravesando las altas planicies que
infectaban los nómadas Zenatas. Más tarde, con el desplazamiento de las
tribus hilalianas, los mercaderes y los viajeros seguirán la ruta del
litoral, más larga. Este era el camino que tenían que tomar los
invasores de España; tanto más dificultoso cuanto que era menester
atravesar el Rif en su eje longitudinal, único acceso para alcanzar el
Estrecho.
6 Georges Marçais: Ibid., p. 27. Y más lejos: P. 55.
7 Ver nuestros estudios acerca de la demografía española y su evolución en La decadencia española, tomos 1 y 1V.
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