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miércoles, 7 de marzo de 2012

Así luchan los afganos

Así luchan los afganosEntrevista a Mansur Escudero
10/10/2001 - Autor: Alberto Fernández-Salido - Fuente: La Razón
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Niños de AfganistánJunio del 81.

Al psiquiatra Mansur Escudero le llega una invitación del Ministerio de Sanidad de Kuwait para participar en un Congreso de Medicina Islámica. Entonces vive en Granada y tiene 33 años. Hace sólo tres que se había convertido a la religión musulmana. Mansur acepta, pero no viaja solo. Le acompaña su amigo Abderrahim Gulliver, fotógrafo británico, también convertido al Islam. Una vez en Kuwait, un colega paquistaní les habla, entre sesión y sesión del encuentro médico internacional, de la situación que viven en su país los refugiados afganos. Casi cuatro millones en los alrededores de la ciudad paquistaní de Peshawar. Les cuenta horrores. Los soviéticos han invadido el suelo afgano con todo su poderío militar. Llevan ya dos años de guerra. Mansur y Abderrahim le escuchan incrédulos. Mansur es un hombre de izquierdas. Había militado en el Partido Comunista, y años antes se había manifestado públicamente en contra de la intervención militar estadounidense en Vietnam.

«Yo no me podía creer que los soviéticos estuvieran haciendo lo que me contaban que estaban haciendo», recuerda ahora, veinte años después. Entonces surgió el ofrecimiento del médico paquistaní para que ellos mismos salieran de dudas: les invitó a que visitaran las tiendas de campaña en las que se apiñaban niños, mujeres y ancianos afganos. Noqueados por las sensaciones y movidos por el ansia vital de ver con sus propios ojos la realidad de una guerra de la que apenas informaba la prensa de la época --una guerra olvidada, se lamentaban luego, hipócritamente--, volaron hacia Pakistan. «Entonces ni me imaginaba lo que me iba a pasar después. No sabía que me estaba metiendo de cabeza en la gran aventura de mi vida», dice este médico malagueño anticipándose al relato.

Nada más llegar a los campos de refugiados se dieron cuenta de que el colega paquistaní no había mentido. Incluso, se había quedaba corto. «Era una inmensa extensión de tiendas de campaña, algo increíble, y en las peores condiciones que uno se pueda imaginar. No he visto nada parecido en mi vida. El agua potable era agua estancada. Aquella gente había huido de la guerra de su país y no tenían nada. Los hombres se inscribían en una improvisada oficina a la espera de que les entregaran un arma con la que volver a Afganistán para defenderlo de la invasión soviética. Las mujeres, los niños y las personas mayores se lamentaban en el recuerdo de los horrores que les había tocado padecer. Nos contaban que les habían arrasado aldeas enteras, que les habían envenenado los pozos, que habían presenciado violaciones masivas, que habían utilizado contra ellos napalm y que desde aviones, les martilleaban con ondas psicotrónicas --entre otras tácticas, agudísimos ruidos que de forma continua torpedeaban los oídos de la población-- que terminaban por volverles locos y crearles depresiones. Escuchar aquellos testimonios supuso para mí una profunda decepción», relata Mansur.

Precisamente en una de aquellas visitas a los campos, Mansur conoció a dos guerrilleros que con el tiempo pasarían a la historia de Afganistán con un papel destacado: Amhad Shah Masud y Gulbuddin Hikmetyar. El primero acaba de ser asesinado --dos días antes de los atentados en Estados Unidos-- por los secuaces de Osama Ben Laden, después de liderar durante años la oposición interna al regimen talibán.

Próximo destino: Afganistán

El segundo, que tras la retirada sovietica alcanzó la jefatura del Gobierno, les ofreció la posibilidad de seguir viendo el horror, pero todavía más de cerca: cruzando la cercana frontera y entrando en Afganistán. Mansur y Abderrahim, movidos de nuevo por el interés humano de contrastar el horror de una guerra, pensaron que si habían llegado hasta allí y habían visto el estado de los refugiados, no les quedaba otra opción que dar el siguiente paso. «Yo sentía, además, que al regreso a España, podíamos dar al mundo occidental una visión más próxima a lo que ocurría en aquella guerra. Y además, una visión desde el punto de vista musulmán», dice Mansur. Su amigo, Abderrahim, como siempre, iba bien «armado», con sus dos cámaras Nikon y un buen juego de lentes fotográficas.

Las únicas condiciones las puso, antes de salir, el jefe guerrillero Hikmetyar. Irían siempre guiados y acompañados por una patrulla de 18 de sus hombres. La misión era muy clara: nada de enfrentarse al enemigo ni de abrir fuego. Sólo se trataba de adentrarse en suelo afgano y ver el resultado de la crueldad soviética: las aldeas arrasadas, las matanzas colectivas, la abismal diferencia armamentística. Hikmetyar fue categórico. Si por sorpresa las cosas se ponían feas, sólo había una consigna: huir. Que el enemigo capturara a un español y a un inglés infiltrados entre la resistencia afgana podía tener terribles consecuencias propagandísticas. Ya había ocurrido algo parecido semanas antes cuando un periodista francés fue secuestrado. Los invasores dijeron que esa era una prueba de que en el conflicto se hallaban involucradas fuerzas internacionales.

Subidos en una vieja camioneta Bedford, Mansur y Abderrahim partieron de los campos de Peshawar acompañados por los 18 guerrilleros muyaidines. Al frente de ellos, el comandante Muhammad Nuri (que antes de la invasión del 79 daba clases de Literatura en la Universidad de Kabul). Sólo él hablaba un inglés lo suficientemente fluido como para poder entenderse con ellos. Bajo las órdenes de Nuri, y como verdadero guía de la peculiar patrulla, Isa, un hombre de magníficas condiciones físicas para sus 72 años, que combinaba su buen sentido del humor con una extrema fortaleza de carácter. Isa había visto morir a tres de sus hijos a manos de los soldados soviéticos. A un cuarto le habían torturado. «Una vez me confesó --cuenta Mansur-- que después de eso, lo único que le quedaba por perder en aquella guerra era su vida».

El arma, parte de su corazón

Viajaban amontonados dentro del coche. A las pocas horas lo cambiaron por otro similar, un Datsun que les condujo hasta la frontera afgano-paquistaní, próxima a la ciudad de Kandahar. Abandonaron el vehículo antes de cambiar de país, y desde entonces continuaron siempre a pie. Vestían el habitual camisón hasta la rodilla, pantalones anchos que se ceñían a la cintura, y un voluminoso turbante que servía para casi todo: como bolsa para guardar comida, como trapo en el que secarse, manta para resguardarse del fresco de las noches, y también como defensa. Los zapatos, duros, para resistir las cortantes piedras sobre las que debían caminar: «El paisaje cambió nada más pisar Afganistán. Se hizo mucho más montañoso de repente, y más despoblado. Nos encontrábamos en plena cordillera del Hindu Kush, con decenas de picos por encima de los 6.000 metros de altura. Nosotros, durante nuestro tiempo en Afganistán, caminamos en una altitud siempre por encima de los 3.500 ó 4.000 metros. Eso desgastaba muchísimo. Caminabas diez minutos y notabas en el pecho que te faltaba el aire».

La ruta, que Mansur y Abderahim desconocían, discurriría por senderos de piedra donde «resultaba imposible orientarse para alguien que no conociese muy bien el terreno, como ellos». El plan era seguir el curso del río Kabul en dirección a Berg-e-Matal, después pasar por Barikowt hasta alcanzar la ciudad de Asmar, en cuyos alrededores se levantaba un importante contingente soviético. Después, volverían sobre sus pasos. Pero de poco sirvieron las rutas previstas. Un encuentro frontal con una columna de tanques y carros de combate les obligó a refugiarse en las montañas y abandonar los planes iniciales. Apenas llevaban víveres encima. Unos pequeños sacos de harina constituían la base de su dieta. La mezclaban con el agua del río hasta conseguir una masa que luego cubrían con una grasa de vaca muy energética. El resultado era una decente versión del «chapati», el pan de Asia Central.

«No llevábamos más que eso. Sólo cuando pasábamos por alguna aldea conseguíamos manzanas y, si había mucha suerte y las casas no estaban destrozadas y deshabitadas, podíamos sacrificar un cordero o una gallina. Pasamos verdadera hambre. Días enteros sin comer. Pero ellos aguantaban. A pesar del esfuerzo que suponía desplazarse en aquellas condiciones tan extremas, parecían no necesitar más alimento. Ellos estaban muy bien adaptados al medio», admite Mansur. El resto de sus pertenencias eran unas pocas armas, que no alcanzaban para todos. Las más sofisticadas eran tres o cuatro kalashnikov soviéticos, que siempre tenían el mismo origen: se lo arrebataban al enemigo o lo aportaban los muchos desertores.

Los demás muyaidines debían conformarse con «una suerte de arcabuces que se cargaban por el cañón y que sólo resultaban efectivos cuando el enemigo se hallaba muy cerca». Los muyaidines mostraban un fervor casi devoto por las armas. «Como si fueran parte de su corazón», explica Abderrahim. «Siempre lo estaban limpiando y cuidando --continúa Mansur-- y jamás se separaban de él. Ni siquiera para dormir o para hacer las cinco oraciones diarias. Eso me sirvió para comprobar que el afgano es un auténtico guerrero. Llevan tanto tiempo haciendo la guerra, les han invadido tantas veces y tantos pueblos, que nacen con ese gen en las venas. Lo cuidan y lo protegen como lo más valisoso entre sus pertenencias. Por eso, conseguir un kalashnikov, lo máximo a lo que podían aspirar, llegaba a nublarles la vista».

«En un instante lo dan todo»

Eso fue lo que ocurrió una tarde, antes de que cayera el sol, cuando llevaban menos de dos semanas en Afganistán. Caminaban junto a la orilla del río Kabul, en aquellos días, de aguas rápidas y muy turbulentas. Escucharon las voces de dos hombres desde la otra orilla: eran dos desertores de las tropas soviéticas, dos afganos que habían sido engañados y reclutados a la fuerza (como sucedía en muchos casos) que pedían ayuda para integrarse en la patrulla. «Inmediatamente, sin mediar orden ninguna del comandante Nuri, uno de los hombres de nuestro grupo se tiró al río con la intención de cruzar al otro lado. Fue imposible. Se lo llevó la corriente y en pocos segundos le perdimos de vista. No le volvimos a ver nunca más. Sin embargo, a los pocos segundos, otro de los guerrilleros volvió a tirarse al río. Este se salvó de milagro, y aunque el agua le bajó muchos metros, consiguió alcanzar el otro lado abrazado a un tronco. Nada más cruzar, corrió hacia los dos desertores y lo primero que hizo fue arrebatarles las armas: ¿Eran dos fusiles kalashnikov!», cuenta Mansur.

El comandante Nuri decidió que toda la patrulla cruzara también el río, pero ya estaba anocheciendo y lo hicieron al despertar del día siguiente. «Atamos una cuerda a dos árboles de ambas orillas, con una leve pendiente para que algo parecido a una silla se deslizara de una ribera a la otra. Era menos arriesgado que cruzar a nado aquel torrente. Pasábamos de uno en uno. Cuando llegó mi turno —recuerda Mansur— aquel invento se detuvo. No avanzaba, y comencé a desesperarme. Sabía que si caía el agua no podría salvarme. De repente, Nuri se colgó de la cuerda para llegar hasta donde yo estaba. Era una locura, porque no resistía el peso de dos personas. Cuando llegó a mi lado y más negra se puso la cosa, a Nuri le entró una risa incomprensiblemente exagerada. Aún recuerdo sus carcajadas. Pensé que era el final. Hubo un momento en que yo dije la «shahada» (las palabras con las que un musulmán se despide antes de morir, las mismas que pronuncia para abrazar el Islam). Pero llegamos. Después encontré la explicación a su reacción, porque la vi en otros guerrilleros: en momentos de altísima tensión, respondían con actitudes muy primarias y espontáneas, porque son personas muy primarias, de una emotividad muy impulsiva, muy a flor de piel. Lo dan todo en un momento. Eran hombres en estado natural».

Reacciones enloquecidas

Tras el susto, cuando cruzaron todos, Nuri pidió los dos kalashnikov requisados a los desertores. El hombre que cruzó a nado, sin embargo, se resistió a entregárselos. Tras una fuerte discusión, acabó accediendo. «Se enrareció el clima del grupo. El guerrillero iba enfurruñado por no tener uno de aquellos fusiles. Así, a los dos días, se le cruzaron los cables y en un movimiento inesperado, cogió uno y lo cargó, como si fuera a disparar una ráfaga sobre todos nosotros. Otra vez ese extraño repente. Se le encendieron los ojos, como a un depredador hambriento, casi enloquecido. No llegó a disparar porque otros cuatro hombres se le tiraron encima y le dieron una paliza tremenda». Luego las cosas se calmaron, y con el paso de las jornadas, todo volvió a la normalidad.

Unas semanas más tarde, la orden del jefe Hikmetyar de no enfrentarse a los soviéticos estuvo a punto de irse al traste cuando el grupo de muyaidines con los que iban Mansur y Abderrahim se topó de frente con una columna de unos 30 tanques y carros de combate. «Caminábamos agrupados por un valle, antes del anochecer, cuando nos cayó un pepinazo a 50 metros. Al poco, vimos que venían vehículos pesados. Empezamos a correr para escondernos en una ladera muy escarpada. Nuestra sorpresa fue ver que detrás de los soviéticos venía un grupo de muyaidines atacándoles. Parecía increíble con sus armas, pero eran capaces de reventar tanques. Se escondían en un agujero y les colocaban una mina a su paso. Los descuartizaban. Esa era su táctica: que tuvieran que salir de sus bases y sorprenderlos con su audacia», explica Mansur.

Ahora que suenan otra vez tambores de guerra larga y desigual en suelo afgano, este psiquiatra español advierte de la temeridad que puede suponer para los norteamericanos poner sus pies allí. «No conozco a los talibanes, pero no deben de ser muy diferentes a los muyaidines. Algunos, incluso, serán sus hijos, aquellos que estaban en los campos de refugiados que yo visité hace 20 años. Que se preparen los americanos si lo hacen. Ojalá no caigan en ese error, ni en el de masacrar indiscriminadamente a la población: aquella gente es única, casi una reserva de la Humanidad. Yo me sentí feliz entre ellos. Cuidaron de nosotros con un sentido del honor y del deber difícil de encontrar por el mundo. Por más que lo pienso, lo mire por donde lo mire, atacarlos sería un error».

«Me llevaron en brazos y me salvaron»

Algunos de los miles de niños que Mansur Escudero y Abderahim Gulliver encontraron en los campos de refugiados de Peshawar (Pakistán) hace ahora dos décadas pueden ser hoy parte de los guerrilleros talibanes. Pero hay una diferencia principal entre unos y otros, según este psiquiatra musulmán que ahora es secretario general de la Comisión Islámica de España: «Los muyaidines eran hombres libres y los talibán no. Recuerdo que por las noches solían cantar, y alguien que canta es alguien libre, que modula la voz a su libre antojo sobre el silencio». Dice que a pesar de las reacciones temperamentales y, en ocasiones, incomprensibles, nunca vio odio en sus ojos ni en su actitud. Eran nobles y generosos. Hubo una ocasión en que nos lo demostraron de manera muy emotiva. Huíamos de aquella columna soviética que nos encontramos de frente, y a Abderahim se le destrozó el calzado que llevaba, inadeacuado para aquel terreno. Tenía los pies abiertos por las heridas, llenos de sangre. No podía más», dice Mansur. «Sí, llegué a rendirme. Les dije que me dejaran allí y que siguieran ellos sin mí», recuerda a REPORTER el fotógrafo británico, autor de las fotografías que ilustran este reportaje. «¿Sabes qué hicieron ellos? Llevarme en brazos, turnándose, escalando por una montaña impresionante», concluye, con el agradecimiento todavía presente en sus palabras.

Como representante de la comunidad musulmana española (es una de sus voces más autorizadas), Mansur aporta una dosis de coherencia ante las dudas que injustamente se han extendido sobre el mundo islámico: «Los atentados fueron una aberración. Aunque algunos islámicos hayan dicho que los kamikazes eran mártires, los únicos mártires de esta historia han sido los bomberos, los policías y las víctimas. Que no se condene a 1.500 millones de musulmanes por ello».

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