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martes, 3 de julio de 2012

Ibn Habib, primer alquimista andalusí

Claves herméticas y esotéricas sobre su “Compendio de Medicina”


02/07/2012 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Webislam



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Le aparición de la alquimia vegetal en Al Andalus
Le aparición de la alquimia vegetal en Al Andalus

Abdelmalik Ibn Habib, cordobés nacido en el 796, afirmó que había escrito en su fecunda y prolífica vida más de 1.050 libros, de los que desgraciadamente, el fuego interno del mundo sólo ha permitido que permanecieran tres: la Historia, el tratado Sobre las estrellas, y este Compendio de Medicina que vamos a desentrañar aquí desde sus claves herméticas y esotéricas. Porque frente a lo que los estudiosos han creído hasta hoy, no fue el controvertido Picatrix de Maslama al Mayriti el primer tratado de alquimia en al-Ándalus, sino estos cuarenta y seis folios manuscritos que, a imagen y semejanza de la bóveda celeste, rebosan luces como estrellas entre el hielo oscuro del firmamento.

Ibn Habib, que sería conocido en las tierras del Islam como el “erudito de al-Ándalus”, ya destacó en su tierra natal como gramático y jurista antes de emprender su periplo por el Oriente en busca de las fuentes de la sabiduría que, por ese entonces, manaban de sus manantiales a modo de oasis en medio del desierto pétreo de ignorancia y oscurantismo en que había quedado sumido el Imperio Romano de Occidente. Tres años después de su partida, regresó a su tierra andalusí, concretamente a la cora de Elvira. Un día llegó un enviado de parte del emir Abderrahmán II (822-852), ese gobernante que procuró el primer periodo de esplendor cultural a al-Ándalus: le ofrecía el cargo de faqih musawar, y él aceptó, consciente de que el emir no sólo quería que ejerciera ese cargo, sino seguramente algo de mayor importancia, adecuadamente amparado por el manto de su poder: que enseñara herméticamente las perlas de sabiduría que había guardado celosamente en sus bolsillos. Tal vez por miedo a la reacción de los alfaquíes.

Pero Abderrahmán II le demostraría –al igual que posteriomente haría con el gran Ibn Firnás y otros sabios alquimistas- que no iba a permitir a los alfaquíes con una visión estrecha y cerril del Sagrado y Noble Corán que impidieran que al-Ándalus fuera fecundada por el río de oro de la alquimia, ese río que secretamente había irrigado desde Egipto a todo el Mundo Antiguo y a sus primeros filósofos, así como a los primeros filósofos del Islam naciente y floreciente. Pues frente a lo que han mantenido cerrilmente muchos estudiosos europeos, el Islam amparó y protegió el saber alquímico de modo tan decidido, que sería bajo su fuego revelado donde más resplandecería el Arte Real y la Ciencia Sagrada. El propio Ibn Habib nos lo confiesa (p.85): “Yo he logrado mis conocimientos por lo que han dicho y manifestado la gente de ciencia, pues la raíz del saber médico está en la profecía, por la voluntad de Dios, Poderoso y Sabio”. En este mismo libro cita al yerno del Profeta Muhammad –sws-, Alí b. Abi Tabib, aquel que afirmó que “la alquimia es hermana de la profecía”. ¿Conoció este cordobés en su viaje al discípulo predilecto del VI Imam del shiísmo, Yafar as-Sadiq, el gran alquimista Yabir Ibn Hayyán? Cuando menos, aprendió de sus enseñanzas.

Huellas de oro

El tratado quiere ofrecer al lector todo un compendio del saber médico de la época, basado en la fitoterapia –de la que apenas se dan términos griegos dado que aún no había sido traducido el Dioscórides- y en la denominada Medicina del Profeta. Por ello, los párrafos dedicados a cada enfermedad comienzan con un “Lo que ha llegado sobre…” tal o cual enfermedad. Pues “ciertamente Dios propagó la enfermedad y propagó el remedio, creando para cada enfermedad un remedio sacado de los árboles y de la miel, pues ambos son curativos” (p.44).

A primera vista, pudiera parecer que el tratado no presenta ningún rasgo propio de la gnosis alquímica, pero a poco que despleguemos las alas de los ojos y sobrevolemos con ellos este precioso manuscrito, iremos encajando las piezas que inteligentemente ha ido diseminando Ibn Habib. Desde luego que no constituye uno de los mejores tratados de alquimia vegetal que produjo el ingenio andalusí –materia ésta que reivindicamos también como pionera que fue al-Ándalus en el mundo-, pero insisto: lo más importante de él es que ya se hallan presentes las huellas del Arte Real, como el paciente lector irá comprobando en los párrafos siguientes.

Ibn Habib no puede abrir los labios herméticamente sellados, pero ya ofrece una pista preclara en este dato: acompañar con miel los remedios sacados de los árboles. ¿Por qué? Porque en ella se haya presente eso que alquimia se denomina el spiritus mundi, ese aliento del Creador del Universo que impregna toda Su obra y que se encuentra de modo más puro en muy escasas sustancias de la Tierra, concretamente en tres, y la más accesible de todas es esta miel que el cordobés también señala como remedio, junto a las respectivas plantas, para no pocas enfermedades. E incluso sola con agua de lluvia, como manifiesta:

“Tomado de Ali b. Abi Talib, Dios esté satisfecho de él, quien dijo: cuando uno de vosotros se queje de algún dolor, que le pida a su mujer dos ó tres dirhames para comprar miel, que mezcle ésta con agua de lluvia y luego la beba. Ello le hará mucho bien y es un remedio y un agua bendita” (p.73).

La miel aparece en numerosos tratados médicos despojados de conocimiento alquímico, de modo que no constituye una prueba irrefutable para sostener que es éste un tratado preñado de gnosis alquímica. Tampoco lo es que recomiende remedios procedentes de los árboles, pues siguiendo esa lógica, cabría atribuir el apelativo de alquímico a esa Risala fi-l adwiya al-sayariyya (Epístola sobre los medicamentos de los árboles), escrito según Ibn Yulyul por el médico cristiano Yazid b. Ruman, y cuyo único ejemplar se encuentra en la dichosa biblioteca de Leiden. Y en efecto, un médico naturista prescribiría dichos remedios, sí, pero un alquimista vegetal usaría esos mismos árboles para hacer alquimia con sus hojas, raíces o frutos siguiendo el criterio de los símiles. E Ibn Habib sabía hacerlo, como deja entrever a lo largo de su tratado. Por ejemplo, en esta sentencia que pone en boca de Ibn Abi Subwuma: “Le pregunté a Rabi´a y a Abu-l Zind acerca de la tríaca, y me contestaron: ¡Bébela y no preguntes nada sobre ella! Utiliza la que se hace en Jericó. Si la haces tú, no pongas en ella más que serpientes degolladas” (p.69). Porque el veneno de dichas serpientes, utilizando el criterio de lo símil cura a lo símil, se utilizaba como antídoto contra envenenamientos. Infinitesimalmente diluido, como toda lógica infiere, tal y como hoy día hacen los modernos laboratorios homeopáticos con plantas muy tóxicas (belladona, datura…) para tratar patologías derivadas del sistema nervioso central, por ejmplo. Mas en aquella época –y en ésta aún- la alquimia vegetal era el arte y la ciencia por la que se curaba con los semejantes, tal y como refirió Hipócrates, padre de la medicina, y sabiamente reseñó y explicó Platón en su inmortal Timeo, otro libro que no puede desentrañarse sin atender a sus claves herméticas.

Constitución del hombre: diálogo macro-microcosmos

Es en este capítulo titulado “Constitución del hombre” donde el sabio andalusí despliega con prudencia suficiente determinadas perlas de la gnosis alquímica, atendiendo lógicamente al escaso conocimiento anatómico que aún existía en aquellos siglos donde todas las religiones prohibían la disección de cadáveres, mas aplicando con rigor todas las leyes que pergeñan la alquimia vegetal.

“La enfermedad participa de los cuatro humores, al igual que el año y el hombre. Los cuatro humores de la enfermedad son: la sangre, la flema, la bilis roja y la bilis negra. Las partes del año son: el invierno, la primavera, el verano y el otoño. El humor del invierno es la flema, el de la primavera es la sangre, el del verano es la bilis roja y el del otoño la bilis negra”. He aquí los cuatro terrenos homeopáticos marcados por los cuatro elementos, que dan lugar a los cuatro temperamentos: linfático, biliar, nervioso y sanguíneo. Es a partir de ahí desde donde se ha de personalizar el remedio al paciente, realizando un drenaje previo apelando a los metales correspondientes, sabiamente dosificados.

Y empleando esa fractalización del tiempo en el hombre y en el año, Ibn Habib también muestra las cuatro edades del ser humano: “Las edades del hombre son cuatro: la infancia, que dura diecisiete años, la juventud, otros diecisiete, la madurez, también diecisiete, y la vejez, que llega hasta el fin de su vida. El humor de la infancia es la sangre, que es caliente y húmeda (…). El humor de la juventud es la bilis roja, que es caliente y seca (…) El humor de la madurez es la bilis negra, que es fría y seca (…) Los humores de la vejez son la pituita y la flema, que son frías y húmedas.”

A lo largo del libro va enumerando las enfermedades propias de cada estación y los alimentos más apropiados para ello, según su criterio, pues esta materia sería abordada por la práctica totalidad de los alquimistas andalusíes, como Ibn Wafid o Ibn al Jatib, por citar sólo dos preclaros ejemplos. Pero profundicemos un poco más en este aspecto de identificar cada etapa del hombre con un humor o temperamento. Con ello se pretendía establecer un espejo entre el Cielo y la Tierra, un cordón umbilical que el ser humano jamás debía cortar si quería vivir con armonía, salud y felicidad en este mundo de la generación y la corrupción. Y, por supuesto, proporcionar un criterio fiable desde este punto de vista para abordar la terapéutica. Porque, para Ibn Habib, el humor propio de la infancia es el sanguíneo, regido por dos astros: Mercurio y Júpiter. Y las enfermedades a ellos asignada se curan, siguiendo el criterio de lo símil, a través de las plantas o “árboles” regidos por su respectivo astro. El temperamento propio de la juventud corresponderá al elemento fuego, y por tanto, al terreno biliar, regido por dos astros: Marte y el Sol. La madurez se viste de temperamento nervioso, y es la edad en la que Saturno y la Tierra imponen sus demandas de seguridad, aplomo, prudencia, sabiduría…y finalmente, en la vejez, retornaríamos de nuevo bajo las faldas de la Luna y Venus, por eso asigna a ese periodo último de la vida el terreno linfático, porque bajo su criterio, regresaríamos a la infancia merced a los recuerdos -esos esqueletos de la vida consumida- y la necesidad de paz y sosiego.

Prosigamos con este diálogo cósmico. El pitagorismo que nutre a toda la gnosis alquímica, esa filosofía que defiende al número como esencia última del universo, no podía estar ausente del tratado. Y en efecto, el erudito cordobés nos da unas breves pinceladas de ello “tomándolo de Wahb b. Munabbih: cuando Dios creó a Adán puso en su cuerpo nueve puertas: siete en su cabeza y dos en su cuerpo (…). Colocó dos puertas para que salieran los residuos de la comida y de la bebida y puso trescientas sesenta articulaciones, trescientos sesenta huesos, trescientas sesenta venas que están quietas y trescientas sesenta venas que se agitan.” Las siete puertas de la cabeza serán las puertas de entrada de la energía de los siete astros de los que está construido el cuerpo humano, y sus itinerarios hasta arribar a sus puertas de salida serán muy estudiados a lo largo de toda la alquimia médica andalusí. Los reiterados trescientos sesenta a que hace mención para explicar la constitución humana obedecen a esa misma necesidad de explicar al hombre como reflejo del Macrocosmos, y trescientos sesenta son los grados que componen un círculo, la geometría de la totalidad que se articula con el compás desde un centro: el centro de fuego y luz de la conciencia despierta, cuando se quiere llegar a la totalidad de sí mismo desplegando y acrecentando la llama sagrada que nos habita, siguiendo una regla de leyes que conducen a la armonía. Ya lo dijo el Profeta Muhammad: “Morid antes de morir”, pues “la mayor parte de la gente está dormida”.

Ibn Habib hace mención a esta necesidad de armonía para devolver la salud al cuerpo enfermo: “Cuando Dios creó a Adán mezcló en su cuerpo cuatro cosas: la sequedad, la humedad, el calor y el frío. Ello se debe a que lo creó de polvo y agua y luego puso en él el aliento vital y el espíritu. La sequedad procede del polvo, la humedad del agua, el calor del aliento vital, y el frío del espíritu. Más tarde, y relacionado con ello, le puso Dios los cuatro humores, que son el soporte del cuerpo y su fundamento, sin que el cuerpo pueda subsistir más que con ellos, y sin que ninguno de ellos pueda ser ayudado más que con sus iguales. (…) El cuerpo debe presentar equilibrio entre los cuatro humores que Dios puso en él como soporte, y cada uno de los humores es dentro de él una cuarta parte, sin que ninguno aumente por encima de los otros cuatro ni disminuya. Así, será perfecta su salud si está equilibrada su naturaleza, conservando el resto del cuerpo también su igualdad. Pero si aumenta uno de los cuatro humores, éste afecta a los otros tres y los violenta y la enfermedad entra en el cuerpo…”

Como queda patente, el sabio andalusí incide en curar por los iguales, que no por los opuestos, como harán los tabib. Pero he aquí que también hallamos en este precioso libro una joya alquímica que se ha mantenido a lo largo de los siglos, y que hoy está alcanzando sus más altas cotas de estudio y profundización: el cuerpo como reflejo del carácter, máxima que observamos en los sabios filósofos griegos, en la Epístola de los Hermanos de la Pureza y en los hakim andalusíes:

“Dios, en su creación, tal como hemos descrito, puso en los hijos de Adán estas naturalezas, que se manifiestan por sus acciones. Quien tiene una naturaleza seca es un hombre decidido y quien la tiene húmeda es precavido, un hombre de carácter suave; quien la tiene caliente es violento y quien la tiene fría es moderado. Si se desborda la sequedad, el carácter firme llega a la dureza; si se desborda la humedad, el carácter suave se hace lento; si aumenta el calor, el carácter se vuelve imprudente y atolondrado y si se desborda la frialdad el carácter moderado se vuelve apático y débil. Si cualquiera de estas cuatro cosas, sequedad, calor, frialdad y humedad, aumentan o disminuyen, entra la enfermedad por tal causa; si hay equilibrio, permanece estable su estado natural, es buena su disposición y no se altera su ponderación, su conocimiento, su discernimiento, su frialdad, su calma, su capacidad de juzgar, de reír, de angustiarse o de ser arrojado. Y por el espíritu, es benévolo, paciente, honesto, comprensivo, prevenido, honrado, sincero, bondadoso y sufrido. Y por el espíritu el hombre puede reconocer lo auténtico de lo falso, lo recto de lo equivocado, y lo verídico de lo erróneo…” (p.105).

Mesa de Salomón y el Nombre oculto de Dios

Hasta aquí el análisis de esta obra médica desde el punto de vista de la alquimia vegetal. Sin embargo, no hemos de pasar por alto un dato sutil que demuestra que su autor había indagado de los sagrados misterios y nutrídose del mundo esotérico. Y ello lo deducimos de la escasa pero significativa presencia del número 17, dada su relación con el nombre oculto de Dios. Ibn Habib divide las edades del hombre a partir de dicho número, pero no sólo ahí nos guiña el ojo izquierdo de la Luna –el hermético, el oculto-, sino cuando sutilmente se apoya en el Profeta Muhammad para avalar su conocimiento de dicho secreto, o al menos, de la existencia de él:

“Tomado de Abu Hurayra, que el Enviado de Dios –sws- dijo: Las ventosas aplicadas la mañana del martes del día 17 del mes, sirven de remedio para cualquier enfermedad”. Ya explicamos en el artículo referente a Ibn Arabí y el número del azufre rojo, las conexiones existentes entre Marte, el color rojo, y la purificación merced al fuego interior hasta llegar a la etapa final de la Obra alquímica: la rubedo. Y a dicho artículo remito al lector curioso que quiera ahondar aún más en este aspecto de esta perspectiva.

Mas no es la única referencia que Ibn Habib realiza con este número sagrado que por algo fue el favorito de Yabir Ibn Hayyán. El autor de la edición crítica de este Compendio de Medicina felizmente publicado por el CSIC, Camilo Álvarez de Morales, lo advierte de alguna manera en su muy buen estudio introductorio: “Gramaticalmente no presenta casi incorrecciones, siendo tal vez la más significativa, el cambio de género en los numerales que afecta al 17, y que se localiza al final del folio 32v”. ¿Casualidad, o guiño hermético?

El nombre oculto que Dios reveló a Salomón para comunicarse con Él, lo inscribió éste en su famosa Mesa o Espejo de Salomón, en la que 365 patas de oro sostienen una representación microcósmica del universo. Sabemos que dicha Mesa –permítaseme que prefiera llamarla Espejo, por sus sugerencias alquímicas-, fue incorporada al Tesoro de Roma por Tito tras destruir el Templo de Jerusalén en el año 70 d.C, y permaneció durmiendo el sueño de los siglos en el templo romano consagrado a Júpiter Capitolino. Tras el saqueo de Roma por los godos en el año 410, este Espejo de Salomón quedó en manos de los visigodos tras una serie de vicisitudes prolijas de narrar. Finalmente, Alarico II, perseguido por los francos, huye en el 507 de Toulousse y se refugia en España, adonde lleva este tesoro buscado por las tres religiones monoteístas.

Pues en efecto, existen motivos más que fundados para sospechar que tras la conquista de España existía también –y por encima de todo- un oculto deseo de apropiarse de este Espejo de Salomón. Algunas referencias se hallan entre los propios cronistas árabes. Ibn Adari, por ejmplo, refiere que “trasladaron tesoros y botines innumerables, entre los cuales se encontraban innumerables tesoros mágicos, de cuya conservación y custodia dependía la suerte del Imperio fundado por Ataúlfo”. En ello incide también la crónica beréber Ajbar Machmua, en la que se narra que tras el éxito de la batalla de Guadalete, Musa había sentido envidia de su lugarteniente Tariq, por lo que decidió pedirle cuentas en las propias tierras hispanas “por la posesión de una mesa que había sido de Salomón y que estaba entre el tesoro real en Toledo”. También menciona el Espejo el cronista Al Macin: “…el año 93 H., Tariq conquistó al-Ándalus y el reino de Toledo y le llevó a Walidi, hijo de Abd el Malik, la Mesa de Salomón, hijo de David, compuesta por una mezcla de oro y de plata con tres cenefas de plata”.

Así pues, el análisis de este libro de Ibn Habib desde estas claves herméticas y esotéricas, nos permite confirmar varias tesis, a saber:

1.-La llegada a la España andalusí de la alquimia vegetal antes que de la mineral, al menos en lo que a textos escritos se refiere, ya en la segunda década del siglo IX.

2.-Que dicha entrada se produjo de modo afín al conocimiento hermético –es decir, herméticamente-, pero perfectamente insertada en el Islam. Aunque el río de oro de la alquimia fuera muy anterior a él y, pese a que convivieran en mutuo hermanamiento, el mundo del Arte Real y Ciencia Sagrada se nutrió de la inmensa sabiduría aportada por la religión musulmana hasta lograr un esplendor no conocido antes. Ni después, en una Europa cristiana en la que paulatinamente se le iría despojando de su mística hasta convertirla en pura química. Es decir, se quedaría sin el oro del conocimiento pero sí con la escoria de un concepto de ciencia sin espíritu. Aun no con Santo Tomás o los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, pero sí a partir del Barroco.

3.-Es imprescindible leer a los sabios andalusíes desde estas claves herméticas y esotéricas para entender el profundo y verdadero alcance de su legado. Pues sin ellas, leeríamos sus textos de un modo considerado hoy científico, sí, pero completamente despojado del espíritu desde el que lo escribieron.

Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam

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