¿Qué es Palestina?
Etiquetas: Palestina
Roger
Garaudy
Según
la definición de la Encyclopoedia Brittannica, en la cual abunda también la
Encyclopoedia Universalis, Palestina es el territorio puesto bajo mandato
británico desde 1923 a 1948. Medida histórica de un cuarto de siglo para una de
las civilizaciones más antiguas de la historia, y fronteras que indican tan sólo
la relación de fuerza entre las potencias coloniales establecida por la Sociedad
de Naciones después de la primera guerra mundial.
Por
extraño que pueda parecer no cabía otra definición geográfica para Palestina que
la que el colonialismo le había dado, tal como se indica más arriba.
No
podía ser de otra manera, puesto que los colonialistas habían repartido una
«umma» árabe-islámica en función de sus relaciones de fuerza (igual que lo
hicieron con respecto al África Negra, en 1875, en la Conferencia de Berlín), y
en consecuencia el destino de Palestina estaba vinculado a la solución que se
daría al «Problema de Oriente», es decir, a los problemas planteados por la
decadencia del Imperio otomano.
Las
potencias colonialistas, en el curso de la guerra de 1914-1918, ya se habían
repartido los despojos del Imperio turco, incluso antes de haber logrado la
victoria sobre su aliado alemán.
El
Mandato británico, cualesquiera que fuesen las peripecias que pudiera sufrir,
creadas por la impaciencia de los sionistas en precipitar el curso de los
acontecimientos, se caracterizaba por una tendencia principal, definida, desde
1921, por "Sir Hubert Young, uno de los dirigentes de la «Colonial Office»: «El
problema que debemos resolver ahora consiste en encontrar una táctica y no una
estrategia. La idea estratégica general, tal como yo la concibo, es la
inmigración progresiva de los judíos a Palestina hasta proporcionarles una
mayoría aplastante en el país..., pero dudo que estemos en situación de confesar
a los árabes lo que significa realmente nuestra política »[1].
La
definición de Palestina durante el último siglo de su historia, desde el
Congreso de Basilea, en 1897, a 1985, puede ser ésta: Palestina es el sector del
mundo árabe donde la potencia colonialista ha violado más abiertamente sus
promesas de independencia. Tal es la causa de que el Mandato británico trazara
sus fronteras geográficas.
Si
dejamos a un lado esta definición colonialista de Palestina y de sus fronteras,
¿qué es Palestina en la historia?
¿Será
el «país
de la Biblia»? ¿Cuál de ellos? ¿La «Tierra
prometida»? o ¿la «Tierra
conquistada»? Esto sería olvidar que la «Tierra
prometida» (Gen. 15, 18): «desde el río de Egipto al Gran Río (Eúfrates),
fue así delimitada «por
proyección», según la «Tierra
conquistada», la del Reino de David; la «promesa»,
situada, de acuerdo con la Biblia, en el siglo xx antes de nuestra era, no fue
registrada por escrito hasta por lo menos en tiempos del Reino de Salomón, es
decir, más de mil años después.
¿Será
el país de los filisteos, invasores mediterráneos del siglo xin antes de nuestra
era, que efectivamente dieron su nombre a esta tierra, de la que sin embargo
sólo ocuparon la costa y únicamente durante algunos siglos? Herodoto designa a
Palestina como la comarca que se extiende desde el sur de Siria hasta Egipto. Y
los romanos, después de la rebelión de Bar Kochba, en el año 135 después de
Jesucristo, llaman Palestina a esta provincia de su Imperio.
¿Será
la «provincia
de Damasco» del Imperio otomano?
¿O
«Eretz
Israel», la expresión que sólo muy rara vez aparece en la Biblia[2], pero
que ha sido difundida por la literatura rabínica y explotada por el Estado
sionista? Esto sería olvidar que la región costera, en particular Acre y Jaffa
al norte, y Gaza al sur, no formó jamás parte de un Estado judío, ni siquiera
del Reino de David, hasta que Eretz Israel se convierte en el mito fundador del
Estado sionista.
Todas
estas definiciones y delimitaciones han sido atribuidas a esta realidad
histórica por sus invasores o sus colonizadores temporales: griegos, romanos y
bizantinos, ingleses o sionistas.
Entre
los desiertos de la Península arábiga al sur, y las llanuras desérticas de
Anatolia al norte, entre los ricos deltas del Tigris y del Eúfrates al este, y
del Nilo al oeste, se extiende esta zona privilegiada a la que el historiador
americano Breasted, a principios del siglo xx, dio el nombre de Creciente
Fértil, dibujada, desde el Golfo Arábigo, por el valle del Eúfrates, el curso
del Oronte, y asimismo el litoral mediterráneo hasta el Delta del Nilo.
Palestina
está situada en el cuerno occidental de este Creciente Fértil. Su emplazamiento,
su estructura y sus límites geográficos, así como su población histórica, no
determinan su destino, sino que crean las condiciones de un papel específico en
el desarrollo espiritual del hombre a partir del Creciente Fértil.
Situar
a Palestina en la historia, donde sólo constituyó una entidad separada en
función de la codicia de sus conquistadores del exterior (conquista romana,
invasión de las Cruzadas, colonización inglesa, luego sionista), es tomar
conciencia de tres constantes milenarias.
1)
Palestina no es sino un miembro de una unidad orgánica más vasta: es
indivisible, desde la prehistoria, del conjunto del Creciente Fértil, es decir,
de toda la región adonde, a partir de la cantera árabe, no cesaron de emigrar o
de establecerse, de una manera casi continua, nómadas procedentes de Arabia, y
se asentaron algunas veces, de forma temporal o definitiva, en Mesopotamia o en
los lugares que hoy día son conocidos como Siria, Líbano y Palestina.
Cualesquiera que sean los nombres que se les den: amorreos desde finales del
tercer milenio, arameos a finales del segundo milenio, o cananeos como suelen
ser llamados más comúnmente, no designan etnias sino hegemonías sucesivas en el
seno de una misma población semítica que tiene sus orígenes en la Península
arábiga.
En
el ámbito de este conjunto sería igualmente arbitrario oponer radicalmente a
nómadas y sedentarios. Ante todo porque el término de «nómada» encierra una
serie de matices: hay nómadas «puros» que no se establecen jamás, otros que
realizan recorridos regulares, con estacionamientos sedentarios temporales que
los convierten en agricultores, otros que incluso participan, periódicamente, en
la vida ciudadana, por su comercio o ciertos trabajos, antes de partir de nuevo.
La delimitación no es por tanto tajante entre estos «nómadas» y los
«sedentarios» agricultores o ciudadanos, sobre todo si se tiene en cuenta que
toda esta gama (nómadas puros, nómadas semiagricultores o semiurbanos) se da en
el interior de una misma tribu, y que cuantos la forman están vinculados por
lazos de sangre y de origen. Así pues, no es posible constituir una historia
según el esquema simplista y maniqueo del antagonismo permanente e irreductible
entre nómadas y sedentarios. Antes al contrario: estas infiltraciones y estas
transiciones entre los diversos modos de vida han dado al conjunto del Creciente
Fértil una unidad mediante la sedimentación milenaria de poblaciones de lengua
semítica y de origen arábigo.
Esta
unidad se manifiesta también por medio de la complementariedad y la cooperación
de sociedades de estructura y de orientación diferentes: Tiro era la capital
marítima de Galilea, los galileos tenían sus empresas comerciales en Tiro, y los
tirios sus sucursales en Galilea.
Relaciones
análogas existían entre Sidón y Damasco, entre Trípoli y Roma.
De
esta forma una cadena sin fin enlazaba el sur y la costa mediterránea de una
parte, y Mesopotamia que iba a desembocar en el Golfo Arábigo.
2)
Esta unidad se expresa en el plano de la cultura y de la inteligencia. Para
empezar, los descubrimientos efectuados hace un siglo, y en esencial los más
recientes en Ras Shamra (Ougarit), en Mari, en Ebla desde 1975, ponen de relieve
la importancia de esta región. Ebla fue el centro más importante del Próximo
Oriente a partir del tercer milenio (hacia 2.300); Ougarit, habitado desde la
Edad de piedra, alcanzó, a mediados del segundo milenio, su apogeo cuando se
establecieron allí los cananeos, que hablaban la antigua lengua árabe (llamada
semítica) de sus antepasados de la península.
Esta
región constituía uno de los «principales puntos de encuentro de los pueblos y
de las culturas»[3].
De
la estratificación de los pueblos nació una sedimentación cultural, o mejor una
evolución orgánica de una misma cultura, por integración y síntesis de
experiencias sucesivas, y no por enfrentamiento y rechazo. Es significativo que
los hallazgos más recientes, los de Ebla (a partir de 1975), hayan revelado una
lengua «eblaita», parecida al cananeo: esta lengua semítica utiliza la escritura
cuneiforme de los sumerios, 2.300 años antes de nuestra era. «Según una regla
sin excepción para el Próximo Oriente, los sirios utilizan al mismo tiempo el
sistema gráfico cuneiforme y las dos lenguas mencionadas, o sea, la sumeria y la
acadia. Se escribía de la misma forma en Mari o en Ebla... Todas estas lenguas
se aproximan mucho al acadio, semítico como ellas»[4].
Los
nómadas amorreos, diseminados en Mesopotamia, parecen haber asimilado
rápidamente la gran civilización elaborada por los sumerios y los acadios.
Fundaron, sobre las ruinas del imperio de Ur, una serie de reinos dinásticos, el
más reciente de los cuales, Babilonia (1894 antes de la era cristiana) iba a
restaurar, bajo Hammurabi (1728-1686), su séptimo rey, la unidad perdida... Un
concierto de naciones fue así instaurado... cuna de una civilización
original[5].
Más
de ciento cincuenta cartas de Hammurabi nos demuestran el extraordinario interés
que ponía en fomentar las obras públicas, al objeto de facilitar las
comunicaciones a través de todo el Creciente Fértil, ya se tratase de canales,
caminos o templos.
La
estela donde está grabado su código, descubierta en 1902 y conservada en el
Museo del Louvre, es significativa del auge cultural y político característico
del Creciente Fértil.
Hammurabi
no pretende llevar a cabo una ruptura: su Código integra las aportaciones de
Sumer y las aportaciones semíticas de Akad. Se trata ya del código de una
sociedad de mercaderes, mientras que, trece siglos después, la ley romana de las
«Doce tablas» no será sino una ley de campesinos primitivos, y, ocho siglos más
tarde, el Código de la Alianza de Moisés, como veremos más adelante, resulta
anticuado comparándolo con el de Hammurabi.
En
las tierras del Creciente Fértil maduraron, pues, lentamente, los temas
capitales de la espiritualidad ulterior: trascendencia y más allá de la vida,
unidad de Dios, profetismo revelando la voluntad de Dios, y la Ley, cuyo
prototipo es el Código de Hammurabi. Todo esto era el bien común del conjunto
del Creciente Fértil: desde la Mesopotamia de Hammurabi al Egipto de Akhenaton
(hacia 1350): la gran visión semítica del mundo había penetrado en Egipto, con
los hyksos, desde el siglo xvi antes de la era cristiana.
A
este respecto, tanto por lo que se refiere a los hyksos como, después de éstos,
a los asirios, que se apoderan de Mari en 1200, conviene rectificar, a la luz de
las recientes excavaciones, una perspectiva histórica largo tiempo desvirtuada:
no se trata, en ninguno de los dos casos, de una oleada de bárbaros que
destruían a su paso las civilizaciones anteriores. Todo lo contrario: cuando se
pasa de lo acadio a lo asirio, a lo neobabilónico, por ejemplo, no se trata de
etnias diferentes, sino de dinastías. El país cambia de dueños, pero la
continuidad de una civilización se afirma: se trata de mantener el control y la
seguridad de la inmensa red vial del Creciente Fértil, abierta a todas las
incursiones nómadas. Este mantenimiento de las posibilidades de intercambio
comercial y cultural provocaba evidentemente la cólera de las bandas nómadas
que esperaban sacar provecho de la anarquía (la Biblia se hace eco de estas
circunstancias, Jonás 3, 4 y 6, 11; Nahum 1, 3 y 3, 7; Sofomas 2, 13). Este
punto de vista prevaleció hasta nuestros días, en que, especialmente, los
asirios y los hyksos son presentados como destructores y devastadores. Cuando
los asirios, en el siglo xm, dominan toda la red vial de la región, hasta el
Mediterráneo y una parte de África, no solamente no la destruyen, sino que
conservan su unidad y su seguridad; no solamente no destruyen la cultura aramea
cuando se apoderan, en 732, de la última capital aramea, Damasco, sino que, por
el contrario, la protegen, difundiendo en la inmensa región que controlan su
lengua, el arameo, que se convertirá en la lengua común de toda esta «Koiné»
durante casi un milenio (el arameo será la lengua que hablará Jesucristo, siete
siglos después). Asimilan la cultura de los arameos, y les confían el desempeño
de tareas de ministros, de funcionarios, de educadores. Se habla con frecuencia,
en los manuales de historia, de crueldad, de enemigos sometidos a torturas, que
son, por desgracia, acciones que caracterizan a todas las dominaciones (Ramsés
II, al que los mismos historiadores exaltan, no se privó de hacer que sus
matanzas fuesen glorificadas en todos los bajorrelieves de su palacio), empero
se habla con menos frecuencia de las bibliotecas de los asirios, recientemente
exhumadas, y de su indudable influencia en el terreno de la integración
cultural. Es cierto que los asirios destruían los palacios y las fortalezas de
los vencidos, pero no sus templos ni su lengua, ni su cultura; antes bien,
recogieron su herencia, y la propagaron.
Otro
tanto había sucedido con respecto a los hyksos, que no eran en absoluto unos
devastadores primitivos, sino amorreos que conservaron el legado de la religión
y de la cultura de Mesopotamia y de Siria, cuyo acervo difundieron a lo largo de
toda la costa mediterránea. Las excavaciones no han revelado, a su paso por
Palestina, en el siglo xvi, destrucción alguna de obras de la cultura o de la fe
elaboradas en Cana entre los siglos XVM y XVII. Aportaron este patrimonio a
Egipto, donde conocerá un breve pero fulgurante florecimiento, dos siglos
después, con Akhenaton, que tropezará con las reacciones de rechazo por parte de
la casta sacerdotal contra el monoteísmo amorreo.
3)
La unidad de civilización y de fe, en esta inmensa área del Creciente Fértil, no
admite parangón con la de un imperio, como el Imperio romano, encerrado en el
interior de su «limen», defendido por sus propios ejércitos, y considerando, a
la manera de los griegos, que todo aquel que no hablara su lengua y no
compartiese su cultura era un «bárbaro», alguien que no podía ser otra cosa que
esclavo.
En
el Creciente Fértil no existe esta segregación. La gran civilización no era
defendida solamente por un ejército, sino también por su cultura que le permitía
civilizar incluso a sus vencedores y asimilarlos. Las relaciones entre
ciudadanos y nómadas, y esta capacidad de abertura y de integración, se expresan
ya en la epopeya de Gilgamesh, patrimonio común, durante siglos, no solamente de
Sumer, heredero, de lengua no semítica, de esta tradición y de esta función de
fusión, de síntesis, de asimilación a lo otro y de lo otro, sino de todo el
Creciente Fértil: el héroe Gilgamesh, principe de la ciudad, se enfrenta, en
combate singular, al nómada Enkidu: El triunfo corresponde al príncipe, pero el
enfrentamiento no termina con la destrucción del contrario. Antes bien, entre
los dos héroes, una vez Enkidu ha asimilado la cultura urbana, nace una amistad
y una fraternidad profundas: juntos emprenderán la extraordinaria aventura de
la conquista de la inmortalidad, del más allá, en la cual se expresa ya la
angustia de la trascendencia de lo cotidiano. Y cuando Enkidu muera para
proteger a su amigo, la desesperación de Gilgamesh constituye la mejor prueba
del sentido de la interioridad alcanzado por esta cultura.
Es
significativo que, en una versión siria, muy anterior a la de la Biblia, donde
se evoca la lucha entre Abel y Caín, el enfrentamiento no termina con el
asesinato de Abel, sino con una reconciliación. La versión pública será escrita
mucho después, cuando la casta sacerdotal dominante, rompiendo con la tradición
semita, rechaza la asimilación y busca el aislamiento tribal para la eliminación
del otro (como comprobaremos más adelante en el libro de Josué, el de las
«exterminaciones sagradas»).
Por
consiguiente, en todo el perímetro del Creciente Fértil los invasores
procedentes de Asia central no chocarán solamente con una frontera y con
ejércitos, con una civilización que defiende a la civilización (una civilización
jamás puede ser defendida únicamente por un ejército), de suerte que los
invasores, procedentes de las estepas de Asia central, aunque resulten
vencedores por la fuerza de las armas, son absorbidos por la cultura de los
vencidos y asimilan su civilización: así ocurrió con los kasitas quienes,
integrándose en este mundo y en su civilización, instauraron una dinastía
duradera en Mesopotamia (1595-1155).
No
siempre fue así, desde luego: los goutis (2250-2120), procedentes a su vez de
las estepas, rechazan esta asimilación y su dominación dura tan sólo un
siglo.
Otro
ejemplo es el de los hititas (1650-1230), cuya dominación sólo fue duradera, en
Siria, después de su asimilación, como los kasitas.
El
ejemplo de los romanos es aún más significativo: Palmira, centro de intercambio
y de irradiación de la cultura y de las artes de toda la región, integrando, en
un arte oriental, las aportaciones partas y helenísticas, había constituido, a
principios del siglo m, en razón de la debilitación de Roma, una cierta
independencia, y podía tomar el relevo del Imperio romano que fallaba en la
resistencia que se veía obligado a oponer al empuje de los invasores oriundos de
Asia central.
Podía
hacerlo merced a la fuerza misma de su civilización. El emperador Aureliano se
encarnizó, en 272, en la destrucción de la ciudad. Al no concebir la defensa
sino en términos militares, el Imperio prefirió negociar con las tribus
«bárbaras» en las fronteras del Rhin y del Danubio. La «limes» se derrumba, y el
desencadenamiento de los godos arrollará a la propia Roma.
¿Por
qué no se han apercibido los historiadores de esta ley profunda de la historia
milenaria del Creciente Fértil?
La
razón principal consiste en un prejuicio de orden religioso: el papel de
Palestina, de la «tierra santa», en la imaginación de los pueblos, será
estudiado a fondo en la segunda parte de este libro, dedicado a la génesis del
mito del exclusivismo hebreo.
La
adopción, por Occidente, del cristianismo como realización de las «promesas»
bíblicas hechas a los patriarcas, la concepción teológica según la cual el
Antiguo Testamento era una prefiguración alegórica del Nuevo Testamento, ha
conducido a conceder a estos textos una importancia tal que ha ocultado todo lo
demás. Este deslizamiento de la teología en la historia ha hecho que fuesen
tomados por relatos fidedignos los símbolos teológicos grandiosos de la Biblia.
Para los historiadores que no comparten la fe judía o la cristiana, los textos
bíblicos, incluso después de profundas críticas, han quedado como el armazón, o
al menos la hipótesis de trabajo inicial, para analizar la historia del Oriente
Medio. Basándonos en el estudio de la prehistoria de esta región y de la
civilización cananea, demostraremos hasta qué punto esta visión teológica,
consciente o inconscientemente, ha falseado la de los arqueólogos.
Nuestra
tarea primordial en la primera parte de este trabajo será contribuir a levantar
esta pesada hipoteca que gravita sobre la investigación histórica.
No
obstante, el prejuicio religioso no ha sido el único en hipotecar la
historia.
Existe
también en Occidente un prejuicio cultural, hondamente arraigado desde el
Renacimiento: no ya sólo el del excepcionalismo judío, sino el del
excepcionalismo griego: el «milagro griego».
Lo
mismo que el prejuicio religioso del excepcionalismo judío ha presentado el
monoteísmo como un relámpago surgiendo en un desierto religioso, y ha
construido, a partir de ese momento, una historia lineal que va desde Abraham a
la filosofía de la historia del Hegel, de igual modo de prejuicio cultural del
excepcionalismo griego entraña la reanudación de la misma oposición del
relámpago y del desierto: el «milagro griego», y la «barbarie» ambiente, como si
la cultura helénica hubiera surgido de la nada (o poco menos) como Minerva
surgió armada de la cabeza de Júpiter.
Se
llama, por ejemplo, «filósofos griegos», antes de Sócrates, a una pléyade de
pensadores geniales: Tales, Anaxímenes, Anaximandro, Parménides, Haráclito,
todos ellos de lengua griega, pero que han nacido y trabajan en una satrapía del
Imperio de Persia, en Asia Menor, en Mileto, en Elea, en Efeso, y cuyo
pensamiento se nutre de toda la cultura de Asia, de Persia, del Creciente
Fértil, y, por añadidura, de la India. De este modo se le atribuye a Grecia algo
que no deriva en absoluto del pasado griego, sino que constituye, por el
contrario, la evidencia de su origen asiático.
Asimismo
se llama Padres griegos, en la historia cristiana, al maravilloso florecimiento
teológico nacido brotado en el suelo asiático de toda la cultura que irradia en
torno del Creciente Fértil, crisol de los mensajes divinos. Sus principales
centros fueron Antioquía (en la Siria actual), Capadocia (en la Turquía actual),
Alejandría (en el Egipto actual), desde Ignacio de Antioquía, Policarpo de
Esmirna, a Justino, nacido en Naplouse, Palestina, a Tertuliano, nacido en
Cartago, en el actual Túnez, formado en el escuela de «montañismo» de Asia
Menor; desde Clemente de Alejandría y el egipcio Orígenes a los Padres de
Capadocia como Gregorio de Naziance y Gregorio de Nicea, a Juan Crisóstomo de
Antioquía, Efrén el Sirio, Cirilo de Jerusalén y Cirilo de Alejandría, hasta San
Juan Damasceno.
Las
joyas espirituales más bellas del pensamiento cristiano viviente nacieron por
tanto en el Creciente Fértil (como el propio Jesucristo), y en el área
geográfica donde alcanzaba su irradiación: en Asia Menor y en África del Norte.
Este exclusivismo de Occidente conduciría al Gran cisma.
Para
encajar la historia de Palestina en el Creciente Fértil, tenemos que romper con
este etnocentrismo occidental, empezando por el mito del pretendido «milagro
griego».
Para
ilustrar con un ejemplo los perjuicios de esta «desorientación» de la historia
en beneficio de Occidente y del helenismo, Palmira, centro de irradiación de
todas las culturas del Próximo Oriente, ha sido considerada con demasiada
frecuencia como una simple parada de la civilización grecorromana, cuando lo
cierto es que se trataba de una capital que organizaba toda la red de
comunicaciones viales, lugar de intercambio cultural y espiritual, desde el
Mediterráneo hasta las Indias.
Peor
aún: se ha encontrado «arqueólogos» para tratar de explicar Ras-Shamra
(Ougarit), como «una parada comercial» de los chipriotas, a partir del prejuicio
según el cual Grecia es el centro y la fuente de toda civilización, mientras
que, como veremos, los descubrimientos hechos en este emplazamiento arqueológico
demuestran que se trata de una centro de cultura cuya influencia se extendía a
todo el Creciente Fértil.
Hemos
visto cuáles son las consecuencias políticas de esta visión cultural falseada:
el Imperio romano, que no se identificaba con lo que existe de específicamente
oriental en la civilización de Palmira, en lugar de ver en ésta el centro
civilizador que podía preservar el patrimonio humano frente a los invasores
procedentes de Asia Central, prefiere destruirla, en 272, porque no era
romana.
Finalmente,
un tercer prejuicio ha pesado como una losa sobre esta historia: el prejuicio
político-militar del Imperio y de la nación.
En
la tradición occidental, al igual que la historia hebrea ha permanecido como el
prototipo de la religión, y el «milagro griego» como prototipo de la cultura, el
Imperio romano se ha mantenido como el prototipo de la unidad política.
Un
territorio encerrado por fronteras, protegido por un ejército encargado de
contener los asaltos de los bárbaros (es decir, de todos los demás), y un pueblo
sometido a una misma ley, de la que el Código de Justiniano ha constituido, a su
vez, el prototipo, reactualizado por el Código Napoleón.
Este
esquema de una sociedad «cerrada» continúa siendo el de todos los nacionalismos
y de todos los racismos, desde el paneslavismo al pangermanismo, desde Maurice
Barres a Charles Maurras, desde Mussolini a Hitler. No examinaremos aquí, de
momento, las implicaciones políticas, sino solamente los daños culturales que
acarrea al prohibir la comprensión de lo que pueden ser las sociedades
«abiertas», del tipo de las que el Creciente Fértil proporcionó uno de los
primeros modelos: una red articulada de civilización, en cuyo interior no sólo
se afirman, sino que se fecundan mutuamente las unidades
interdependientes.
El
proyecto de Hammurabi (1728-1686), tal como aparece en sus cartas, es
significativo por su respeto de las peculiaridades regionales en todos los
niveles: administrativo, lingüístico, religioso y legislativo. Es el polo
opuesto del Imperio romano.
En
este movimiento de intercambio y de síntesis, de asimilación y de integración,
se crea orgánicamente un mundo; y no imperios.
Una
civilización que unifica sin dominar, que civiliza sin desposeer.
Una
civilización abierta, que intercambia, recibe y da, hospitalaria y emigrante,
apegada a su suelo y atraída por lo lejano.
La
historia del Creciente Fértil, que es la de una epopeya auténticamente humana:
la de la maduración milenaria, mediante una revolución continua, de dimensiones
humanas de trascendencia y de comunidad, no puede, menos que cualquier otra,
reducirse a la historia de los reyes y de las guerras. Ninguna historia, por
otro lado, puede reducirse a ello. Pero, si bien es cierto que, después de Ibn
Khaldoun y de Montesquieu, la historia enseñada ya no es exclusivamente la de
las dinastías y las batallas, todavía sigue siendo en exceso la historia de las
dominaciones.
Al
no tener la historia una significación auténticamente humana si no nos ayuda a
prefigurar el futuro, a concebir una política que, a su vez, carece de
significación realmente humana a no ser que sea la historia en trance de
construirse, el ensayo que hemos emprendido para situar la historia de
Palestina.
Como
crisol de los mensajes divinos, nos conduce a un problema más vasto, que
plantearemos con angustia y con esperanza, porque, de su solución, depende hoy
día el porvenir del planeta: ¿elegiremos el modelo de las sociedades cerradas, y
crearemos un futuro de imperios enfrentados en un «equilibrio de terror», o por
el contrario, escogeremos el modelo de sociedades abiertas, para edificar un
mundo de diálogo y de fecundación mutua, en el que las creaciones específicas de
cada cual afirman su originalidad no por el rechazo del otro, sino por la
integración, la asimilación de lo humano y de lo divino de lo que el otro es
portador?
De
esto depende la vida o la muerte de nuestros hijos: ¿dejar que se destruya a sí
mismo un mundo imperial, o construir un mundo armonioso?
Nuestra
investigación histórica no tendría sentido si no fuera, a través de una
meditación sobre Palestina en la historia, y sobre este crisol de los mensajes
divinos, una contribución para aportar la respuesta.
[1]
Doreen Ingrams: Palestine Papers (1917-1922) Seeds of conflict: N. Y. Brazilles,
1973, p. 14
[2]
Pire R. de Vaux, Histoire ancienne dlsraél, Ed. Galbalda, Pan*. 1971, página
18
[3]
«Au pays de Baal et d'Astarté». (Sous la direction de Pierre Amiet), p.
17.
[4]
Ibídem. p. 68.
[5]
Ibídem. p. 103.
No hay comentarios:
Publicar un comentario