La pacificación del país es urgente. El último reporte del Sistema Nacional de
Seguridad Pública muestra que el primer semestre de este año registró un incremento
en la violencia del 15% en relación al del año pasado. La tasa de homicidios dolosos
es, conservadoramente, de 23 por 100 mil habitantes. Más del doble del criterio que
la Organización Mundial de la Salud (OMS) establece para considerar a la violencia
como epidemia, en una sociedad determinada. La misma OMS ha establecido la
definición de violencia colectiva, cuando un grupo o varios grupos la ejercen contra
otro u otros grupos por razones políticas, económicas o sociales. Cumplimos pues,
con ambos criterios: México padece, desde hace tiempo, una epidemia de violencia
colectiva.
¿Hasta qué grado puede considerarse que ésta es resultado de la política
prohibicionista en el combate a las drogas? Creo que hay evidencia suficiente para
sostener que ambos fenómenos están relacionados. No es una relación lineal y directa
pero, cuando varios fenómenos se asocian en el espacio y en el tiempo, hay razones
suficientes para pensar que pueden estar interconectados.
El nuevo Gobierno que entrará en funciones el próximo 1 de diciembre, ha mandado
señales inequívocas de apertura para escuchar diversos puntos de vista sobre el tema
y de su convicción de revisar a fondo las políticas públicas que, en lugar de
mantenernos en una espiral ascendente de violencia colectiva, la reduzcan y nos
encaminen a recuperar, así sea paulatinamente, la paz y la tranquilidad. En buena
hora.
Dicha apertura incluye la revisión del marco jurídico sobre la producción, distribución
y consumo de drogas actualmente consideradas ilícitas. Se ha hablado
específicamente de la marihuana y de la amapola aunque, por supuesto, no son las
únicas. De hecho, hay toda una gama de nuevas drogas sintéticas poderosas y
preocupantes. Pienso que meter a la cannabis y a la amapola en el mismo saco no es
una buena idea. El enfoque de salud pública obliga a reconocer que no todos los daños
a la salud que ocasionan las drogas ilegales son los mismos. Como no lo son su
potencial adictivo, su índice de letalidad y los efectos terapéuticos que algunas de
ellas pudieran tener.
En el caso de la marihuana nos hemos rezagado absurdamente. Después de años de
debate, de esgrimir de mil maneras la evidencia científica disponible, de argumentar
pros y contras en todos los foros habidos y por haber, hasta ahora, han podido más
los prejuicios y los temores. ¡Aún se debate el reglamento para el uso medicinal de
los derivados de la cannabis aprobado el año pasado!
Por supuesto que el mercado se mueve mucho más rápido. El consumo de heroína y
fentanilo (50 veces más potente) hizo que en nuestro país el cultivo de marihuana
cediera el paso al cultivo de amapola. Era predecible y se señaló claramente en su
momento: ¿Para qué consumir marihuana mexicana si en el mayor mercado de
drogas del mundo —que lo tenemos a la vuelta de la esquina— ésta ya puede
adquirirse legalmente y de mejor calidad en buena parte de su territorio? En efecto,
la producción de amapola se disparó. Según un documento reciente (julio 20, 2018)
de la Oficina Nacional de Políticas para el Control de Drogas de los Estados Unidos, el
incremento registrado del cultivo de amapola en el último año en México fue de 38%.
De 32 mil hectáreas que se cultivaban en 2016 pasamos a 44 mil. Medida en
toneladas, la producción creció de 81 a 111. Si revisamos lo ocurrido en los últimos
cinco años (2012-2017) los números reflejan con crudeza el fracaso de la política
prohibicionista del gobierno: de 10,500 hectáreas de amapola cultivadas pasamos a
44 mil. Dicho de otra manera de 30 toneladas de opio, la producción escaló a 111
toneladas. La mayor parte de esa producción se vende a precios muy altos en los
Estados Unidos, que constituyen el 80% del mercado ilegal de opiodes del mundo. A
diferencia de lo que ocurre con la marihuana, las consecuencias del consumo de
amapola y sus derivados son graves. Según las estadísticas de los Centros para la
Prevención y el Control de las Enfermedades en Atlanta (CDC), mueren en aquel país
135 personas al día por sobredosis de opioides. Estas cifras, inadmisibles en todo caso,
han prendido la voz de alarma en la sociedad y en el gobierno norteamericanos.
Ningún otro tema de política pública unifica tanto a los demócratas y a los
republicanos como la epidemia de opioides y las altas tasas de mortalidad que sus
sobredosis (la mayoría accidentales) generan. En este momento, hablar de “legalizar”
el cultivo de amapola, les pone los pelos de punta.
Paradójicamente, la morfina, un analgésico formidable en manos de médicos
expertos, sigue siendo muy difícil de encontrar en donde debería de estar: hospitales
y farmacias autorizadas. En consecuencia, los cerca de 20 millones de pacientes con
dolor que hay en México, más otros cuatro millones que se someten a cirugías
anualmente no tienen acceso a este tipo de medicamentos y sufren,
inadmisiblemente, de dolor muchas veces crónico, intenso, discapacitante. No
producimos morfina con fines medicinales. Una estimación aproximada sugiere que
con 20 toneladas al año, se podría satisfacer la demanda interna y resolver ese grave
problema de salud pública. Hoy en día importamos menos de una tonelada, lo que
nos hace ser uno de los países con menor consumo de morfina medicinal en el mundo.
Ahí está la paradoja: producimos 111 toneladas (ilegales), importamos menos de una
(legal), no tenemos producción propia para fines medicinales, y millones de
mexicanos sufren y mueren con dolor intenso. En teoría todo esto podría evitarse.
Si bien el diagnóstico está bastante claro, la solución no es tan sencilla. Los inventarios
mundiales de morfina y otros opioides con fines medicinales, están controlados por
la Organización de las Naciones Unidas, principalmente a traves de la Junta
Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), cuyos criterios se sustentan
en los acuerdos de la Convención Única de Estupefacientes de 1961. Potencialmente
es factible que cada estado pueda cultivar amapola legalmente para satisfacer las
necesidades de su mercado interno, pero se requiere de una suerte de licencia para
producir y exportar la goma del opio. Es decir, hay que tener control de la producción
y de la distribución para solicitar la licencia en la que, además, se establecería las
cantidades permitidas. Así ocurre con Australia, España y Francia, que son los
principales países productores autorizados. La gran pregunta es ¿Cómo garantizar que
la producción no se desvíe al mercado ilegal cuando en este, los márgenes de ganancia
son mucho mayores?
La producción legal va directo a la industria farmacéutica, que vende sus productos a
precios internacionales. Son empresas reguladas, cotizan en bolsa y aunque tienen
buenos márgenes de utilidad, estos son mucho menores que los del mercado
clandestino. Hay también un tema en el control de calidad. El concentrado de paja de
adormidera que utiliza la industria es de muy alta calidad y requiere mayor tecnología.
Pero en todo caso, este problema me parece más soluble.
En suma, para que el nuevo marco jurídico (que es muy deseable) sea realmente
operativo, debe tomar en cuentas estos y seguramente otros factores, que sugieren,
a mi juicio, que lo que conviene es un avance paulatino y diferenciado para las
distintas drogas. Un avance que realmente contribuya a la tan anhelada pacificación.
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