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viernes, 2 de enero de 2015

El Encuentro al Final del Camino

El Encuentro al Final del Camino

“Maestro, éste es mi homenaje para ti: he hecho lo que tú has hecho, he seguido tu ejemplo. Ya no estás solo, hermano mío”

14/07/2014 - Autor: Moámmer al-Muháyir - Fuente: Webislam
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...encontré a la iluminación esperándome en el banco de una plaza...
Érase una vez un maestro de Oriente que había viajado por todo el mundo, y al que sus alumnos amaban, respetaban y admiraban muchísimo por su paciencia, su sabiduría y su dedicación a ellos.
Cuando sus alumnos estaban por hacerse grandes, tomaron conciencia de que abandonarían pronto el colegio y que, probablemente, no volverían a ver a su maestro, a quien consideraban un ejemplo de muchas de las cosas que ellos aspiraban alcanzar en la vida. Así que decidieron hacerle una pregunta fundamental: «¿Cómo logró la sabiduría y la iluminación?».
Se reunieron todos en el patio como siempre, bajo la sombra del gran árbol, pero esta vez con una expectativa inusitada, con cierto sentido de urgencia, para hacerle esta sencilla pregunta. Cuando se la hicieron, el maestro comprendió en seguida qué significaba esa pregunta, y les pidió un momento de silencio para pensar. Los alumnos aguardaron entonces en silencio, mientras el maestro pensaba y buscaba dentro de él, al parecer con gran esfuerzo, las palabras adecuadas. Finalmente, se puso de pie y dijo:
«Yo busqué la sabiduría en cada cosa y en todas partes. En cada lugar al que viajé, con cada persona que conocí, aprendí todo lo que allí había para aprender, escuché todo lo que había para escuchar, vi todo lo que había para ver, hice todo lo que había para hacer, y recibí con agradecimiento y paciencia cada lección y reprimenda que alguien tuviera para mí, aun cuando me fuera enseñado de malas maneras, con impaciencia y brusquedad. Cuando ya no había más que yo pudiera aprender allí, me fui a otro lugar, y así fui cada vez más y más lejos.
Así viajé por todo el mundo, como saben, de donde obtuve muchas de las historias y lecciones que les he contado. En cada nuevo lugar y con cada nuevo maestro busqué la iluminación. Pero no la encontré, sólo encontré retazos de sabiduría que me mantenían en el camino y que me motivaban a seguir adelante, pensando siempre que algún día la encontraría en alguna lejana montaña, en alguna remota aldea.
Un día comencé a hacerme viejo y tomé conciencia de que no sólo no había encontrado lo que buscaba, sino que tampoco podría seguir viajando y buscando por mucho tiempo más. Me recluí entonces en mi habitación y medité seriamente en el asunto pensando qué hacer, con tristeza, con resignación, sintiéndome fracasado. Luego de algunos meses de duelo, me consolé pensando que al menos lo había intentado todo, y que aunque no había logrado la iluminación, moriría como alguien que le dedicó su vida al conocimiento, al servicio al prójimo. No sin un gran pesar volví resignado aquí, a mi pueblo natal y me inscribí en esta escuela para enseñar, con la esperanza de devolver un poco de todo lo que había aprendido, sin estar seguro de si le serviría alguna vez a alguien o no.
Me reencontré entonces con mis viejos parientes, con las calles de mi vecindario cambiadas, con la casa donde nací, sin poder deshacerme de un sentimiento de fracaso, de logro no alcanzado, de profunda nostalgia y melancolía, de tiempo perdido.
Una tarde, sentado en el banco de la plaza del barrio donde había dado mis primeros pasos de la mano de mis abuelos maternos, ya fallecidos hacía más de medio siglo; allí, donde había hecho mis primeros juegos, en ese viejo banco de piedra que resistía el paso del tiempo, mirando un viejo árbol que conocía de memoria... de pronto comprendí, y alcancé la iluminación.
Y esa es la verdad: viajé por todo el mundo y estudié con todos los maestros, buscando incansablemente la sabiduría y la iluminación en todas partes. Y cuando volví resignado a mi ciudad natal, a mi vecindario, a mi casa, encontré a la iluminación esperándome en el banco de una plaza».
Todos los alumnos quedaron muy impresionados con esta historia. Sentían que finalmente habían comprendido, que sabían lo que tenían que hacer. Se fueron a compartir la merienda, y comentaron lo que el maestro había dicho. Todos compartían la misma satisfacción por la respuesta, todos parecían igualmente inspirados y motivados a tomar una decisión trascendente en sus vidas. Era mediados del siglo XX y llegaba la modernidad, y con ella las comodidades y las tecnologías.
La mayoría de los alumnos no se alejó nunca de su ciudad natal. Buscaron trabajos, desarrollaron un oficio, se enamoraron, se casaron y tuvieron familias. Cuando su maestro estuvo cerca de morir estuvieron muy cerca de él y lo colmaron de atenciones, de desvelos por su salud, de muestras de gratitud. Cuando finalmente falleció lo lloraron con dolor, y escribieron elegías en su honor. Visitaron su tumba y recordaron siempre la última lección de su maestro, contemplando siempre con respeto y cariño su suelo natal, con la esperanza de que allí, algún día, alcanzarían la iluminación. Jamás la alcanzaron.
Sólo uno de sus alumnos alcanzó la iluminación. Era el único que había comprendido bien la lección de su maestro.
Se fue de su ciudad natal a temprana edad ni bien terminó el colegio, a pesar del ruego de sus padres y las promesas de trabajo. Viajó por todo el mundo y estudió con todos los maestros que pudo estudiar, buscando incansablemente la sabiduría y la iluminación en cada lugar. Viajó incluso más lejos que su maestro y regresó antes que él, antes incluso que la vejez lo sorprendiera por el camino, a tiempo para casarse y formar una familia. Pero volvió resignado y triste a su ciudad natal, y lleno de nostalgia y melancolía encontró a su viejo vecindario con las calles cambiadas y la casa de sus padres casi en ruinas. Allí, en el banco de una plaza con juegos modernos, observando a los niños jugar y correr con zapatillas flúo, se sentó y encontró la iluminación, esperando por él, mientras el mundo parecía seguir su curso.
Sólo una vez visitó la tumba de su maestro. Estuvo apenas tres minutos; no llevó flores, y se guardó sus lágrimas. Sólo dijo estas palabras: «Maestro, éste es mi homenaje para ti: he hecho lo que tú has hecho, he seguido tu ejemplo. Ya no estás solo, hermano mío».
Moámmer al-Muháyir.
Se permite su reproducción total citando al autor, bajo licencia de Creative Commons, 2013.

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